07/08/2012

Corrupción en el mercado de la gestión de la Calidad

Después de unos años trabajando en el ámbito de la gestión de la calidad, y habiendo llegado a mi momento más alto en él justo antes de dejarlo, quiero dejar una reflexión crítica acerca de una parte del funcionamiento del mismo: el mercado generado en torno a la implantación y evaluación de Sistemas de Gestión de la Calidad (SGC).

Para quien no esté familiarizado con el tema, partiré de una pequeña introducción. Un SGC es un conjunto de normas que una organización puede seguir en su funcionamiento interno. Originalmente concebidas y aplicadas dentro del mundo de la gran industria, eran los procedimientos que debían asegurar la calidad del producto en términos absolutos.

Con el paso del tiempo los SGC y sus normas de referencia se fueron refinando y el concepto de Calidad abstrayendo: mientras al principio consistía en obtener un producto con unas cualidades absolutas (es decir, el concepto común que manejamos cuando decimos que algo es de calidad), Calidad pasó a significar un producto que cumpliese unos cualesquiera requisitos que se quisiese obtener.

Por poner un ejemplo, un cuchillo no es de calidad si “vino de Venezuela con la abuela” y aún está afilado 40 años después: si el cliente de una fábrica de cuchillos ha pedido cuchillos romos, difícilmente le venderán esos cuchillos bien afilados.

Por tanto, al final, tener un SGC significa tener unos mecanismos que aseguren el cumplimiento de unos determinados requisitos, o dicho de otra manera, que se haga lo que se pretende hacer. Como esta idea puede aplicarse a cualquier ámbito de una organización, no sólo a la obtención del producto final, al final un SGC lo que hace es asegurar el gobierno eficiente de la organización (cosa particularmente relevante en el caso de empresas).

En gestión de la Calidad (GC) se fueron elaborando diversas normativas, conjuntos de procedimientos que expertos en organización y gestión fueron refinando con los años a medida que el propio concepto de Calidad se iba generalizando. Muy notablemente, las normas de la serie ISO 9000 en sus sucesivas ediciones se han convertido en un referente de primer nivel: infinidad de organizaciones siguen la norma ISO 9001 de GC, es decir, han incorporado los requisitos de dicha norma a los de su funcionamiento interno.

Y aquí vamos poco a poco llegando a la corrupción. Algunos de estos estándares internacionales han sido incorporados por diversas organizaciones no sólo como requisitos internos, sino como requisitos exigibles a entidades externas. Por tanto, ya no sólo se trata de que, por ejemplo, una empresa funcione según la ISO 9001 internamente y las compras a proveedores se revisen al llegar éstas a la empresa propia, como el centinela en la garita; antes bien, ahora se hurga en el origen de lo que entra, se revisa al proveedor mismo.

De este modo, el requisito de seguir una determinada norma en el SGC, la ISO 9001 en este caso, se va extendiendo como mancha de aceite por el tejido económico, a través de las incontables relaciones cliente-proveedor.

Quizá aún circule el bulo entre las empresas ignorantes del mundo de la Calidad que dice (según variantes), que un SGC que siga la ISO 9001 debe también exigir seguirla a sus proveedores. Lo cual queda rebatido mediante la simple lectura de la norma, donde no se establece tal cosa. Me da a mí que dicho bulo es producto no sólo de la ignorancia de empresas acerca del tema, que se dejan exigir por otras, sino también de la ignorancia o incluso la deliberada recomendación engañosa de las empresas consultoras que viven de ayudar a otras a implantar SGC, con el afán de engordar la clientela precisamente.

Lo que sí establece la norma ISO 9001 es la certificabilidad, es decir, el que se pueda determinar que una organización se ajusta a la norma. Esto lo permite el que la norma establezca claramente sus requisitos. Precisamente es la certificabilidad lo que permite a unas organizaciones examinar (auditar, en la terminología de Calidad) a otras.

Esto en sí no es malo. Los expertos, con el paso de los años, han elaborado una norma que ayuda a cualquier empresa, u organización de otra clase, a cumplir lo que su dirección decida, a gobernarse mejor en definitiva. Pero la corrupción se empieza a deslizar por medio de la situación ya mencionada de que los clientes demanden de sus proveedores el regirse según una norma de Calidad. Pues aquí se está introduciendo al fin y al cabo la intermediación de la norma como referencia; es decir, estamos dejando que sea la norma la que nos diga lo adecuado que es nuestro proveedor, y por tanto apartándonos del objetivo.

Este apartamiento ocurre en la realidad cada vez que un cliente exige a su proveedor no sólo que le proporcione un producto o servicio según unos determinados requisitos de modo fiable, sino además que se gestione de una determinada manera para lograrlo. Este último no debería ser objetivo de ninguna entidad cliente.

Pues bien, la exigencia de una modalidad de gestión concreta y no de un cumplimiento básico de requisitos es un primer paso hacia la corrupción. Un paso más se da cuando no sólo se exige tener un SGC o adecuarlo a una norma determinada, sino cuando se delega en terceras partes la verificación de dicha adecuación. O lo que viene a ser lo mismo, cuando se demanda una certificación del SGC del proveedor. Así nos apartamos más aún del objetivo verdadero, estableciendo otro intermediario.

Lo peor de todo, que culmina la corrupción de la GC, es que no es el cliente demandante de una certificación el que paga al certificador. Si no estamos acostumbrados a los usos del mundillo, nos parecería de lo más lógico que una empresa interesada en saber si un potencial proveedor cumple con determinados requisitos, pague al especialista en dichos requisitos para que lo compruebe. Ese especialista puede ser personal de la propia empresa, o de una tercera.

Sin embargo, el consenso general en otorgar confianza a esos terceros, a entidades certificadoras como verificadoras de la conformidad de un SGC con la norma, es el mecanismo más atractivo para la comodidad de los potenciales clientes, para que éstos deleguen dichos terceros certificadores. De ese modo, una empresa proveedora puede confiar en que su certificación atraerá a clientes que o bien no sean conscientes de lo que significa realmente un SGC o no puedan permitirse pagar a alguien que de su parte examine a posibles proveedores mediante el expediente de arreglárselas para conseguir un certificado.

Por tanto es a la empresa certificada a quien le merece la pena pagar a un certificador, porque el certificado servirá de bandera que atraerá a muchos posibles clientes. Y éste es el punto central de la corrupción de la que hablamos: el examinador está a sueldo del examinado. Lo cual genera una dinámica de tiras y aflojas entre el cliente que quiere tener un certificado y paga por él y el certificador que debería poder negarlo pero sufrirá asimismo una tendencia a no hacerlo debido al riesgo de perder al cliente. Y hace que los certificados estén garantizados por el pago: pues la certificadora dirá a su cliente, que quiere certificarse, qué tiene que hacer para finalmente pasar el examen. Lo cual, visto desde el punto de vista del concepto de examen que todos tenemos, queda un tanto irregular.

Con todo, no olvidemos que en esto, una vez más, el cliente es quien tiene la razón (la culpa). La abundancia de clientes que, por ignorancia o ahorro, demandan empresas certificadas fiándose ciegamente de las certificadoras es al final el sustrato del que se alimenta todo un mercado de GC. La ignorancia o escasez de medios de las empresas que se quieren certificar han creado también un mercado no de la certificación sino ya de la GC, pagando a consultoras especializadas que se ocupan ellas mismas de dicha gestión.

El ciclo corrupto es el siguiente: existe un ambiente general en el que se considera que tener un SGC certificado da buena imagen. Como los posibles clientes podrían demandar certificados, los posibles proveedores se adelantan a conseguirlos, y para ello pagan primero a consultoras que les “arreglan los papeles” (pues en esto consiste al final en muchos casos la implantación de un SGC y su certificación) y luego a certificadoras que se los evalúan. Una vez certificada la empresa en cuestión, añade el logo de la certificadora a su publicidad (pues no basta con simplemente informar de la certificación).

En el sector servicios, donde la GC es abstracta, es donde con mayor facilidad se llega a este extremo, ya que los servicios prestados, que no son ellos mismos sino un producto abstracto, están más próximos a la abstracción de ese valor que es un certificado. Incluso los más convencidos de la utilidad de un SGC como medio de gobierno eficiente no son capaces de trasladar dicho convencimiento a otros miembros de la organización. Porque nadie sabe demasiado en qué consiste la GC. De hecho, hemos llegado a la deplorable corrupción del término Calidad, que para muchos (especialmente en el sector servicios) significa meramente “formato”. Calidad no es eso: es una gestión eficaz y eficiente.

Las propias certificadoras, que son los expertos supremos en SGC, pueden favorecer dichas superficialidad y confusión si prestan más atención a los papeles que a los hechos, más a los documentos que a los procesos de la organización en sí. Por ello, las organizaciones con una consciencia suficiente de lo que es y para qué sirve un SGC tienden a rechazar las certificadoras teóricas y “documentalistas”, y a buscar a las que tengan una visión práctica, que ayuden a la mejora real de los procesos.

El ciclo virtuoso, auténtico, sería como sigue: una organización reconoce el valor de un SGC que siga un estándar internacional, que ha sido refinado por especialistas a lo largo de muchos años, como ayuda para gobernarse mejor. Por tanto intenta implantarlo en sí misma. Además, considera útil que sus proveedores se ajusten internamente a los requisitos que les pone como cliente, y por tanto audita (examina) a cada uno de éstos por medio de personal propio siempre que lo considera necesario.

Desde luego, esta segunda situación mataría de un plumazo el mercado de la GC, pero tampoco hay por qué ser tan radicales. Las consultoras y certificadoras sí tienen un motivo y un papel. En mi opinión, la adecuada acción de una consultoría como especialista en la GC sería dar el empujón inicial a la implantación de un SGC en una organización comprometida no con la buena imagen sino con el buen funcionamiento interno, con apoyo en la puesta en marcha de procesos de control y en la formación inicial, y después de ello sólo ocasionalmente intervenir para controlar la buena marcha del SGC, por ejemplo con auditorías. Pero el peso de la gestión, cuando el SGC se encontrase ya en “velocidad de crucero”, debería llevarlo la propia organización, empezando por la dirección misma.

Las certificadoras sí tendrían menos papel en este escenario ideal, ya que se dependería menos de la certificación y más de la auditoría directa. Desde luego el que las certificadoras sean pagadas por sus certificados me parece de todo punto irregular, y es algo que el mal ejemplo de la práctica corrupta actual debería llevar a erradicar en futuras revisiones de la norma ISO 9001... si no fuera porque los propios organismos actualizadores de la norma están también implicados en ese inadecuado mercado.

Termino con un par de apuntes. Existe un cliente demandante de SGC y certificaciones que me resulta particularmente impropio como tal, que es el Estado. En diversos ámbitos éste promueve la implantación de SGC en entidades dependientes de él, y luego confía como el que más en certificadoras para evaluar los resultados. El Estado, que se supone debería ser una organización en la búsqueda de la excelencia sin que importasen los intereses económicos, debería tener un papel más activo en este punto y evaluar él mismo a dichas entidades dependientes. (De hecho, en un sentido más amplio, personalmente considero que el fundamental papel del Estado en la economía debería ser no la intervención directa, sino la supervisión, e indicación de situaciones indebidas para su corrección por parte de los propios “infractores”.)

Y tampoco hemos de pensar que todo está podrido. Las auditorías a proveedores por parte de clientes están a la orden del día allá donde a las empresas no les queda más remedio que vigilar el cumplimiento objetivo de los requisitos del producto del proveedor; notablemente en la industria. Pero no hay que olvidar que esto requiere o bien tener a personal propio con capacidad y tiempo para dedicarse a auditorías, o el pago a terceros que lo hagan cada vez que se quiera examinar a un proveedor; lo cual sólo está al alcance de empresas grandes. En el ámbito de la pequeña empresa, el papel de las consultorías para poner en marcha un SGC es necesario.