13/07/2014

¿Para qué sirve una monarquía?

Tenía esta entrada en mente hace meses, y en algunos de sus argumentos, años. La sucesión en la monarquía española produjo tal revuelo que me pareció conveniente retrasarla un tanto; sin embargo, ese revuelo me ha parecido tan sumamente falto de razones, que me ha animado a entrar finalmente al tema.

Mi propósito es el mismo que el de todas mis anteriores entradas sobre sistemas políticos: el de reflexionar particularmente sobre las instituciones españolas, sus defectos y sus posibles mejoras. Como fuentes y comparaciones de sistemas políticos, me remito especialmente a las referidas en entradas anteriores sobre el asunto. Definiciones breves y bien referenciadas las indico en links, como suelo hacer.


1. ¿A qué nos referimos cuando hablamos de monarquía?

Un abanico de opciones tiene su denominación en el nombre de monarquía.

Definición fundamental y simple es la según parece rondaba las cabezas de Heródoto o Aristóteles: gobierno de una sola persona. Además, preferentemente, gobierno ejercido en pro del bien común, cosa que excluiría la tiranía, definida como el gobierno de uno en provecho propio.

Claro que unos cuantos ejemplos agrietan el concepto y obligan a ajustarlo. La dictadura romana unificaba y superaba el mando de los dos cónsules, pero los romanos, antes muertos que llamarla monarquía.

Además de la romana, los demás gobiernos de uno llamados dictadura suelen estar excluidos del concepto de monarquía por tratarse de gobiernos inconstitucionales (lo cual es el sentido original que daban los griegos a "tiranía"), y comparten con la dictadura romana el tratarse de un cargo especial, que se sale del funcionamiento ordinario del sistema político, por sus atribuciones o su existencia misma.

También se consideran tradicionalmente monarquías unas cuantas de carácter electivo, como la que tuvieron los visigodos y otras élites germanas de la Antigüedad tardía, o la que a la larga coronó el Sacro Imperio. O incluso una como el Imperio Romano, que durante larguísimo tiempo no supo si era monarquía o no, hasta que el peso de la tradición y la fuerza de los hechos dejaron claro que no tenía alternativa a sí serlo.

Evolucionan las naciones y sus instituciones y se va asentando el concepto de que monarquía es el gobierno de uno solo, por el bien común o no, pero que NO se elige. Quizá por este motivo al Vaticano, que es una monarquía electiva, rara vez se la denomina tal.

También se fueron desgajando poderes del monarca, que siempre tendió a ser absoluto en la perpetua lucha con las élites urbanas, tendentes al gobierno oligárquico o democrático por la busca de las mismas virtudes que Heródoto pone en boca de los notables persas (Libro III de las Historias). Finalmente, con la teoría de la separación de poderes y el triunfo del Estado liberal, la monarquía se va acercando al concepto actual: una parte del Poder Ejecutivo, con competencias siempre menguantes, que finalmente ha perdido incluso la soberanía.


2. ¿Cómo se encuadra en una democracia actual?

Tras esa evolución histórica, el concepto actual de monarquía es el de una jefatura de Estado hereditaria.

Una de las ideas más insistentemente repetidas a raíz de la sucesión de Juan Carlos I por Felipe VI, con notoria ignorancia o malicia, es la dicotomía "monarquía o democracia", cuya falsedad numerosas voces apuntaron al momento, entre otros motivos, mediante el recurso a la prueba empírica: en el ranking de calidad de la democracia, 6 de los 10 primeros países (Noruega, Suecia, Dinamarca, Países Bajos, Nueva Zelanda, Bélgica), u 11 de los 20 primeros (también Australia, Canadá, Reino Unido, España, Japón), son monarquías, frente al total de 44/196 (22%). Y entre lo peor de lo peor, casi todo repúblicas, que hay que compensar.

El punto al que atacan quienes plantean dicha dicotomía es que no se puede elegir al rey, como elemento de falta de democracia, pero esto parece ser desmentido por la clasificación de que hemos hablado. Y es que no se puede olvidar que, aunque la idea no quepa en algunos planteamientos simplones, una democracia no significa que todos los cargos sean electivos. Para empezar, los miembros de esa extensa clase llamada funcionariado accede al puesto en base a méritos. O también podríamos mencionar, por si alguien no se había dado cuenta, que en España tampoco los electores votamos al presidente del Gobierno, que es elegido por el Congreso: lo único que hacemos es votar las listas que se nos presentan cerradas cada uno en su circunscripción, por mucho que tengamos en mente el presidente que queremos que salga, confiando en que los representantes de nuestra lista favorita cumplan con lo esperado.

Pero no, una democracia moderna no significa que todo sea votado por un cuerpo de electores. Significa que el pueblo tiene la última palabra, en efecto, pero por diferentes vías, unas más directas y otras menos. La contraposición entre monarquía y democracia corresponde a otras épocas, en que los monarcas conservaban notables poderes ejecutivos, pero también en que el cuerpo electoral era más restringido que el actual (aristocrático, oligárquico, sufragio restringido...).

Dos principios son claves para que una democracia sea un sistema respetuoso de las personas y por tanto deseable:

a) Imperio de la ley. Concepto que tiene aplicación en todos los aspectos de la vida, no sólo en la política: que las normas están por encima de la voluntad momentánea de cualquier persona. Que no se puede actuar de manera diferente a lo que dicta la ley, y si se quiere que las cosas cambien, se cambie la ley de acuerdo a las normas que para ello existan, y no se produzca una revolución. Revolución, sí, ese concepto que gusta a tantos que no tienen en cuenta cuán a menudo acaba implicando una tiranía. Soy de la opinión de que el imperio de la ley supone la diferencia entre civilización y barbarie (si bien no basta para que un sistema sea democrático). Creo que advertir de los peligros de las revoluciones, frente a las virtudes de las reformas, es una de las batallas políticas que hay que dar en España en este momento.

b) Separación de poderes. El debate herodotiano de los persas, con sus principios de monarquía, oligarquía y democracia, se traduce en términos modernos en poder ejecutivo, representatividad y sufragio universal, que recogen las virtudes de aquéllos y las modernas democracias liberales han logrado reunir en su seno, en lo que se denomina constitución o gobierno mixto. Para evitar sus defectos se ha establecido la separación de poderes, que ejerce lo que en el mundo anglosajón se llama checks and balances (controles y contrapesos), para que la tendencia de cualquier institución o poder del Estado a aumentar su alcance se mantenga en sus límites debidos. De modo que si todos los poderes son determinados por votación del mismo cuerpo de electores, todo el poder queda en manos de los representantes populares de cada momento, lo cual al final resulta en una dictadura de los líderes o camarilla gobernante de turno.

A las ideologías simplonas que he mencionado hay que oponer este argumento, y para mí es también otra de las batallas ideológicas que hay que plantear, pues los partidos más ultras presionan hacia la idea fija de que "todo votación" es "todo democracia", y la realidad política está lejos de ser así.

Pues bien, repasando la historia de las monarquías y los principios de las democracias nos hallamos ante la respuesta a la pregunta que es título de esta entrada. No una respuesta teórica, que es la que muchos dan para defender el actual sistema español y evitar los perjuicios que los ríos revueltos suelen causar. No una respuesta abstracta, sino una basada en cómo son las monarquías de esos países que están en la cima de la calidad democrática.

Estas monarquías retienen la función de concentrar y ser exponente máximo de los símbolos del conjunto de la nación, y poseen las siguientes virtudes:

a) Estabilidad: jefes de Estado vitalicios, de modo que el símbolo que son no cambia con las vicisitudes del ejercicio del poder político.

b) Neutralidad: están nombrados mediante criterios no dependientes de la confrontación política.

c) Sucesión: en realidad no es el jefe de Estado el que es determinado por dichos criterios, sino su sucesor, e incluso toda la línea de posibles sucesores.

d) Tradición histórica: no sólo aportan estabilidad de cara al futuro, sino que conectan a la nación con su pasado (sin atarla a él, por supuesto).

e) Bajo coste: entre otras cosas, porque no se requiere una elección nacional para el puesto y no hay nuevos cargos introducidos por frecuentes reformas personales.

f) Poderes de reserva: todo lo anterior permite un arbitraje respetable, y que en situaciones de ruptura del orden legal exista una inequívoca referencia de unidad para la nación, como en España ocurrió el 23-F.


3. ¿Qué alternativas existen?

Creo que hay que exigir a quienes planteen un sistema diferente que lo hagan cuestionando los principios anteriores, y además comparando con otros sistemas que ya existen. Respecto a los principios:

a) Estabilidad: ¿se considera deseable que el jefe de Estado se renueve cada cierto tiempo? ¿Cada cuánto? ¿Puede una persona repetir en el cargo?

b) Neutralidad: ¿deben ser los representantes políticos, que pertenecen a partidos, los que intervengan en la elección del jefe de Estado?

c) Sucesión: ¿se considera mejor que la elección del sucesor se produzca con el cese del jefe de Estado, o vinculada a dicho cese o que esté definida con antelación?

d) Tradición: ¿conviene que una persona que es símbolo de la vida colectiva de la nación rompa con sus antecesores?

e) Bajo coste: ¿conviene gastar más en una jefatura de Estado que cambie de titular más a menudo?

f) Poderes de reserva: ¿sigue siendo apropiada una jefatura de Estado renovable como depositaria de esos poderes de reserva? ¿En qué institución(es) se depositarían de no ser así?

Quizá los proponentes de alternativas podrían plantearlas mediante la susodicha comparación con otros sistemas, entre los que podemos mencionar:

- Repúblicas parlamentarias, en que el jefe de Estado tiene pocos poderes y el gobierno es elegido por el parlamento (p.ej. Italia, Alemania). En estos aspectos, son fundamentalmente el mismo sistema que el español o el británico, ya que la diferencia está en una institución con pocos poderes en la política cotidiana (no olvidemos que en las monarquías parlamentarias (también llamadas "repúblicas coronadas") los actos del rey están sujetos al refrendo del Gobierno, y no pueden actuar contra el dictamen de los representantes de la nación). Cabría preguntarse si tiene sentido cambiar el jefe de Estado, de modo que pierda las mencionadas virtudes sin que gane otras.

- Repúblicas semipresidenciales, en que el jefe de Estado tiene poderes ejecutivos pero sigue habiendo un gobierno elegido por el parlamento (p.ej. Francia, Portugal). La pregunta que cabe hacerse en este caso es cuáles poderes conviene conceder al presidente y cuáles al gobierno.

- Repúblicas presidenciales, en que el jefe de Estado y del gobierno son el mismo puesto, que tiene por tanto todo el Poder Ejecutivo (p.ej. repúblicas americanas).

- Monarquías electivas = repúblicas con jefe de Estado vitalicio, que suponen una confianza ciega en éste (p.ej. Vaticano). Parecen poco deseables para países grandes y en que el ejercicio de la política se suponga basado en la razonabilidad del cuerpo electoral.

- Otros sistemas, como las presidencias colegiadas de Suiza (consecuencia de la historia confederal del país) o Bosnia (en atención a su división étnica), que es dudoso que sea de aplicación en España.

Dicho todo lo cual, mi opinión personal respecto a esta España de nuestros pecados es que una jefatura de Estado conveniente sea como la actual en un número de aspectos: que sea diferente de la jefatura del Gobierno, vitalicia, determinada por criterios no electorales, y que tenga una línea de sucesión en la persona de individuos suficientemente formados y preparados para el cargo durante años. Que se someta a la autoridad y el veto de las instituciones democráticas, pero que además tenga poderes de reserva que se apliquen sólo en situaciones críticas.

De paso, por supuesto, que el jefe de Estado tenga el título de Rey y los demás que correspondan tradicionalmente por herencia a los reyes de España (o al menos, si por alguna circunstancia no se tratase de un Borbón, los que correspondan al territorio del Estado del que son jefes). Siento decir a los republicanos recalcitrantes que el cambio de nombre en una jefatura de Estado como la nuestra no resuelve problemas como la independencia de la Justicia, la separación del Ejecutivo y el Legislativo, la existencia de estructuras obsoletas (Diputaciones provinciales, microayuntamientos rurales), o redundantes (como he insistido respecto al Senado), la vigencia de opciones políticas de inspiración étnico-xenófoba, un sistema laboral de más eficiencia por la parte funcionarial y más justa por la que no lo es, etc., etc., etc.

Un punto que está pidiendo modificación a gritos es la preferencia por los varones, cuando el papel de la mujer está largamente igualado con el del varón en la sociedad en general y en el ejército en particular: hace tiempo que no hace falta ser varón para ejercer en el ejército o liderarlo competentemente.

Después de eso, en mi opinión lo más discutible es la heredad del cargo, pero esto es así sobre todo si se compara con jefaturas que ostentan poderes, como las monarquías de nuestro pasado o los gobiernos del presente; pero ya hemos visto que no es el caso de nuestra monarquía. Hay quien critica que se trata de un privilegio injustificable en una nación moderna, pero se me ocurre que tal crítica se hace desde un concepto de los cargos públicos como meros privilegios, y no como unos oficios establecidos por la nación para el bien común, que disfrutan de determinados privilegios (con ciertos límites) sólo en función de su servicio a dicho bien común.

Por tanto, en un país en que:

- reconocemos que la heredad y la sucesión son procedimientos válidos para la transmisión de bienes y cargos (en el ámbito privado),

- consideramos que se deben otorgar ciertos privilegios limitados a ciertos cargos públicos (políticos y funcionarios),

- a algunos cargos se puede acceder sin méritos pero por votación o libre designación (políticos) y a otros sin votación pero por méritos (funcionarios), y

- puede ser conveniente que el Poder Ejecutivo esté separado entre una jefatura de Estado elevada, permanente y simbólica y una del Gobierno cotidiana, efectiva y renovable,

tenemos que plantearnos si una jefatura de Estado como la monarquía parlamentaria vigente es un sistema tan extemporáneo y fuera de lugar como algunos dicen. Creo que entre las mejores democracias del mundo están esas 6 u 11 monarquías porque en algún momento de sus historias sus naciones entendieron de modo más o menos explícito, o experimentaron en la práctica, que el mejor sistema para ellos era ése. Por ello se hace también difícil el retorno a una monarquía cuando se ha pasado un tiempo de república aunque fuera dictatorial, por la ruptura insalvable con el pasado que supone.

El debate sobre la monarquía no puede ser tan simplón como algunos plantean, como he dicho, con ignorancia o malicia. Quien ponga en cuestión la monarquía tiene que poner en cuestión todo lo mencionado arriba, y en su caso pensar de paso si está de acuerdo con la propiedad privada o de que el objetivo de todo sistema político sea la mayor libertad individual posible (motivos por los cuales me atrevería a decir que es la izquierda la más crítica con la monarquía, y la que plantea un republicanismo menos fundado, ya que es accesorio de un modelo de sociedad que cuestiona aquellos dos principios). El debate debe llevarse a cabo considerando las razones y hechos complejos que la realidad plantea.