09/08/2013

Sistema electoral español: monotonía



Nuestras divagaciones sobre sistemas electorales nos sitúan, según lo que he ido contando en la entrada anterior, bajo las premisas siguientes:
  1. para evitar muchos restos, consideración de alguna manera de los votos obtenidos por los partidos a nivel nacional;
  2. aun así, para ceñirnos a las previsiones constitucionales, los votos deben emitirse y los escaños otorgarse según circunscripciones;
  3. para favorecer la estabilidad del Gobierno, que los partidos mayoritarios vean aumentado su porcentaje de escaños respecto al de votos, y
  4. para hacer un sistema más justo, procurar la monotonía de la función votos-escaños, es decir, que el orden de los partidos según escaños sea el mismo que según votos.

Hasta ahora, haciendo retoques y poniendo parches al actual sistema de elecciones generales, que hemos llamado circunscripcionales por consistir en la agrupación de 52 minielecciones, hemos llegado a la situación en que establecemos varios repartos de escaños sucesivos, según varios métodos, que aun así no aseguran la monotonía. Al fin y al cabo, si la monotonía la consideramos teniendo en cuenta los votos a nivel nacional, lo que de un plumazo la asegura es una única determinación del número de escaños a cada partido según un cómputo también nacional (otra cosa es el criterio de reparto que a partir de ahí se haga por circunscripciones).
Es decir, y por expresarlo con la concisión del lenguaje matemático, habría que tomar los porcentajes de voto nacionales y transformarlos en porcentajes de escaños nacionales. En base a estos escaños resultantes se asignarían criterios por circunscripciones de acuerdo a la fórmula que fuere. Vamos por tanto a estudiar ejemplos de dichas fórmulas de porcentajes de escaños en función de porcentajes de votos E(V). P.ej.:

Lo que al final de la entrada anterior nos ha ido trayendo al tema de la monotonía es una asignación directa de escaños, y en concreto el caso de que al partido más votado se le otorguen automáticamente cuantos hagan falta para darle la mayoría absoluta:


Es decir, los partidos que no son el más votado se reparten proporcionalmente el 49% de escaños. La forma exacta de esta función dependería de cuál es el porcentaje de votos del más votado, pero si suponemos un 40% como ejemplo práctico, sería algo así como:

Sin embargo, yo soy poco partidario de esta clase de funciones, discontinuas, por lo que suponen de relativa injusticia cuando entre los más votados hay poca diferencia de votos. Si, por ejemplo, sólo hubiera tres partidos en liza, con 33%, 33% y 34% de votos, esta función transformaría los porcentajes en 24,5%, 24,5% y 51,0%.
Para evitar esta clase de injusticias convienen más las funciones continuas (y monótonas, por supuesto): funciones con una gradación sin saltos a la hora de transformar los porcentajes. (En estos casos, la transformación de los porcentajes podría dar una suma de ellos diferente del 100%, con lo que habría que normalizar de nuevo el total a 100%, es decir, hacer proporcionalmente que la nueva suma diese el 100%.)
La función tendría que aumentar los porcentajes de los más votados (con lo que el resultado sería como el sistema electoral que ahora tenemos) y disminuir los de los menos (en lo cual sería diferente).
Por ejemplo, una función seno (onda) que convierta el 50% de votos en un 60% de escaños, y de ahí vaya hasta el 100% = 100% linealmente; sería tal que así:




(Estoy ya simplificando las fórmulas; esos valores numéricos son los porcentajes en cuestión o proceden de ellos.)

En la práctica, de todas formas, una función así laminaría a los partidos más pequeños, previniendo un parlamento atomizado y con diputados solitarios.
Y es que bien pensado, cuando aumentamos los porcentajes de los más votados, los de los menos se ven automáticamente perjudicados. Si queremos un parlamento más plural, podemos por ejemplo aumentar linealmente los porcentajes cuanto más se acerquen al 40%, que fue objeto de nuestro primer caso práctico:




Con una transformación así, por poner un ejemplo real, en las últimas generales hubiéramos tenido:

partido
votos
% votos
% transformado
% trasf. y normalizado
(% escaños)
escaños
PP
10866566
46%
64%
51%
180
PSOE
7003511
29%
35%
28%
99
IU
1686040
7%
7%
6%
20
UPyD
1143225
5%
5%
4%
14
CiU
1015691
4%
4%
4%
13
C-EQUO
342054
1%
1%
1%
4
AMAIUR
334498
1%
1%
1%
4
PNV
324317
1%
1%
1%
4
ERC
256393
1%
1%
1%
3
BNG
184037
1%
1%
1%
2
CC
143881
1%
1%
1%
2
PACMA
102144
0%
0%
0%
1
FAC
99473
0%
0%
0%
1
Eb
97673
0%
0%
0%
1
PA
76999
0%
0%
0%
1
PxC
59949
0%
0%
0%
1


Que cumple con los requisitos 1, 3 y 4 que pedíamos arriba. Otra cosa, insisto, sería el cómo atribuir esos escaños según las circunscripciones, para cumplir con el requisito 2.

10/07/2013

Sistema electoral español: proporcionalidad

En entradas previas del blog he lanzado varias posibles alternativas para la elección del Ejecutivo y el sistema electoral que requerirían reforma de la Constitución. Quiero revisar ahora sucintamente algunas posibilidades del debate sobre la reforma electoral en España dentro del actual marco constitucional español, y que por tanto podrían afectar a lo sumo a la LOREG.

Por resumir, la crítica que actualmente se hace al sistema electoral español incide en la distorsión de la proporción de votos obtenidos, particularmente en la penalización que ejerce sobre los partidos con un número apreciable de votos a nivel nacional pero dispersos entre muchas circunscripciones, de modo que salen notablemente perjudicados en el reparto de escaños (en la actual legislatura, particularmente IU y UPyD).

La literatura ofrece numerosos análisis sobre variantes existentes y posibles del sistema electoral; recomiendo en particular para lo que trato a continuación las siguientes fuentes (que en líneas generales son cuanto más reciente más definitiva o al menos inclusiva, y por ello las ordeno cronológicamente):
  • Vallés, J.M. y Agustí Bosch, A. (1997) Sistemas electorales y gobierno representativo. Barcelona: Ariel.
  • Montabes, J. (ed.) (1998), El sistema electoral a debate. Madrid: Parlamento de Andalucía y Centro de Investigaciones Sociológicas. Y dentro de éste:
    • Vallés, J.M., “El número de representantes y la dimensión de las circunscripciones”.
    • Botella, J., “El sistema electoral español: fórmula electoral y umbrales de representación”.
    • Pérez Gómez, R. y Márquez, M.L., “Proporcionalidad y bonificación al partido vencedor”.
  • Pau i Vall, F. (coord..) (1999), Parlamento y Sistema Electoral. VI Jornadas de la Asociación Española de Letrados de Parlamentos. Pamplona: Aranzadi. En especial:
    • Pallarés Porta, F., “Sistema electoral y sistema de partidos”.
    • Bassols Coma, M. “El sistema electoral español: balance y perspectivas”.
  • Consejo de Estado (2009): Informe del consejo de estado sobre las propuestas de modificación del régimen electoral general.
Quiero llamar la atención, desde un punto de vista matemático, sobre dos diferentes aspectos que podríamos distinguir en la no correspondencia entre las proporciones de votos y de escaños:
  1. Uno general, la proporcionalidad: sencillamente, la no correspondencia entre porcentajes de votos y de escaños. A ella dedico esta entrada.
  2. Otro más específico, la monotonía: la no correspondencia entre el orden de los partidos según uno y otro porcentajes. A ella dedicaré la próxima entrada sobre este tema.
Sobre la proporcionalidad y su ausencia creo que todo está dicho en la doctrina política, pero en referencia al debate del caso español me remito a lo que he sostenido en anteriores entradas y resumo: que mientras las elecciones generales tengan como uno de sus objetivos la elección del Presidente del Gobierno por el Congreso de los Diputados, el beneficio a los partidos más votados es necesario para preservar la virtud de la gobernabilidad, o estabilidad del Gobierno, facilitando que con menos de un 50 % de votos puedan obtener más del 50 % de escaños. Esta idea la reiteraré a lo largo de esta entrada; recuerdo ahora que, si como he dicho, ésta y la próxima examinan alternativas dentro de la Constitución, no es posible cambiar el método de elección del Presidente del Gobierno.

Debemos recordar lo siguiente: que toda reforma que se pueda hacer para aumentar la proporcionalidad global de la atribución de escaños sin preservar el beneficio a los más votados irá en detrimento de la gobernabilidad, ya que en el sistema actual ésta depende de la prima de representatividad que se da a los partidos más votados. No debemos olvidar que las elecciones generales son en realidad circunscripcionales, es decir, por mucho que el ciudadano tenga en mente al votar un escenario nacional, en realidad el Congreso de los Diputados se forma por la agrupación de 52 minielecciones.

El problema más escandaloso de nuestro sistema, más allá de proporcionalidades y monotonías, es el desperdicio de un montón de restos, o votos inútiles, lo que en las últimas elecciones ha afectado notablemente, como hemos apuntado, a IU y UPyD. Algunos posibles ajustes dentro de la Constitución que ya se han planteado (v. punto IV.3.1.c.iv del informe del Consejo de Estado) serían el aumento del número de diputados, la reducción de la representación mínima inicial y la sustitución de la fórmula electoral. Pero aunque éstos aumentarían la proporcionalidad, no resolverían el problema de la posible acumulación de muchos restos debido a la naturaleza fragmentada de la toma en cuenta de los resultados.

Por tanto parece evidente que, para convertir las actuales elecciones circunscripcionales en unas verdaderas elecciones generales, en las que el sistema electoral considere el mismo escenario nacional que el votante tiene en mente, lo que deberíamos corregir sería esta suma de desperdicios considerando los votos emitidos, o al menos los restos, a nivel nacional. Lo cual vuelve a recordarme algo interesante, y es que tendría que establecerse una regla para la homologación de listas de diferentes circunscripciones como una misma a nivel nacional, lo que probablemente dejaría en evidencia a los partidos de ámbito regional, que es de prever que se coaligarían a nivel nacional, como hacen en las elecciones europeas debido a la circunscripción única, y a las coaliciones o partidos que presentan siglas diferentes en cada circunscripción.

Ahora bien, en un sentido estrecho y estricto de la definición de resto o voto inútil, podríamos considerar que, como es bien sabido, el sistema de reparto D’Hondt utilizado en nuestro sistema tiene en cuenta todos los sufragios emitidos en la circunscripción, y los únicos votos que no se consideran para el mismo son los de los partidos que no superan el 3 % de apoyos. Esta barrera en realidad es tan baja que en casi todas las circunscripciones excepto las 2 mayores (según el actual sistema), al haber a repartir tan pocos escaños, obtener uno cuesta más que ese 3 % de votos.

Pero esto no es lo que quiero decir con “voto inútil” ni lo que se suele pensar cuando se habla de ello, sino que, elevando el sentido común a criterio político, inútil sería todo aquel voto cuyos votantes hubiera dado lo mismo se hubieran quedado en casa en lugar de acudir a las urnas. Esto no supone un problema a nivel de una circunscripción, ya que al fin y al cabo el número de representantes siempre es menor que el de votantes, y es comprensible que el partido al que los votos no le den ni para un escaño se quede sin representación. El problema viene cuando entre las 52 circunscripciones se acumulan muchas inutilidades de unos pocos votos, juntándose al final en el conjunto de la nación un número considerable de ellos.

Voy por tanto a plantear un abanico de mecanismos por los cuales se podrían tener en cuenta dichos votos, siempre recordando que, para mantenernos dentro de la Constitución como pretendemos ahora, las únicas circunscripciones que puede haber son las 50 provincias, Ceuta y Melilla, es decir: los votos se emiten según circunscripciones y los escaños se otorgan también así (v. punto IV.3.1.c del informe del Consejo de Estado).

Por restringir rápidamente las opciones a lo que pretendemos, que es evitar que no se tengan en cuenta los muchos votos que algunos partidos obtienen a nivel nacional, lo que hay que hacer es precisamente computar votos a nivel nacional, o al menos las sumas de los de aquellas circunscripciones donde no han obtenido representación.

Una opción sería la concesión de escaños adicionales a los que el actual sistema otorga, en repartos sucesivos al que hay en el actual sistema, aprovechando el margen entre los 350 actuales y el máximo de 400 previstos en la Constitución. Como los escaños resultantes de estos repartos adicionales han de atribuirse según circunscripciones, debe establecerse la regla que determine en qué circunscripciones cada partido obtiene dichos escaños.

Ejemplos de modos de calcular los escaños a otorgar a dichas sumas de restos pueden ser:
  • Repartiendo un número fijo de escaños: no soy partidario de esta opción ya que si los restos son escasos los estaría sobrerrepresentando.
  • Repartiendo escaños en base a un cociente votos/escaño obtenido por otra vía, por ejemplo:
    • Votos totales del primer reparto / escaños repartidos en éste: valdría para todos los partidos, a cuyos restos se atribuirían los escaños de este segundo reparto distribuyéndolos según una regla, o en un cómputo para cada partido. Esta opción produciría una gran proporcionalidad, al ser un cociente igualitario entre listas.
    • Votos obtenidos en el primer reparto por cada lista / escaños obtenidos por ésta: seguiría dejando fuera a los partidos sin escaños en el primer reparto, lo cual tampoco sería un gran déficit de representación, ya que serían los partidos que no habrían conseguido ningún escaño en ninguna de las 52 circunscripciones. Sería menos proporcional ya que se concederían escaños según el porcentaje de representación del primer reparto. Pero habría que establecer una regla para que finalmente no se superasen los 400 escaños del tope constitucional.
Cualquiera de estos mecanismos paliaría situaciones de existencia de un gran número de restos, pero por el contrario, como hemos dicho perjudicaría al beneficio a los mayoritarios que hemos considerado deseable.

Para preservar el principio de que el mayoritario sea el ocupante del gobierno, se ha propuesto un mecanismo tan directo como sencillamente otorgarle tantos diputados adicionales como necesite para llegar a la mayoría absoluta. Método este de asignación directa de escaños que, dicho sea de paso, serviría también como tercer reparto, después del primero (el que actualmente funciona) y el segundo (de reparto según restos), para respetar la monotonía (correspondencia entre el orden de los partidos según porcentajes de votos y de escaños), otorgando a cualquier partido tantos diputados adicionales como necesite para igualar a cualquier otro partido con menos votos pero más escaños según los primeros dos repartos.

Pero entramos ya con tantos repartos en muchas complicaciones, y con los escarceos con la monotonía en el tema de mi siguiente entrada sobre el sistema electoral, así que vamos a ordenarnos un poco y a hacer borrón y cuenta nueva.

14/05/2013

Sociedad pluralista (no multicultural)


Planteo como entrada independiente una respuesta un poco tardía al comentario de Miguel a mi entrada sobre definiciones de nacionalismo.
En dicho comentario reivindicaba la importante parte de identificación con un colectivo que hay en la identidad de cualquier individuo, en oposición a mi afirmación en dicha entrada de que “la identidad es una cuestión privada y la nacionalidad, una administrativa”.
Aprovecho pues el comentario para precisar conceptos. La parte más personal implicada en lo que comenté en aquella entrada es mi parecer de que es en el nivel colectivo o político como la nacionalidad ha de ser una cuestión sólo administrativa. Luego, a nivel individual, uno puede sentir que su personalidad está fundamentalmente definida por ciertos rasgos "nacionales", es decir, comunes con determinados conciudadanos suyos: si se siente básicamente vigués, gallego, español, europeo, occidental, romano, cosmopolita, etc. Y, puestos a ofrecer opciones, que dichos rasgos sean compartir alguna afición o rasgo, como si es de un Deportivo o un Sporting.
Pero lo que no puede pretender es que otros conciudadanos sean como a él le gustaría. Como suelo decir, que cada uno sea friki de lo que le parezca.
Lo cual me lleva a preguntarme: ¿qué clase de sistema político establecemos para permitir que cada uno pueda ser o sentirse lo que le parezca? La respuesta es la que se llama sociedad pluralista, por otra parte precisamente aquélla en que, como nos enseñaron de pequeños, "mi libertad acaba donde empieza la de los demás".
Hago de todas formas distinción entre pluralista y multicultural siguiendo de nuevo a G. Sartori. Pluralista es la sociedad que permite al individuo vivir sus opciones personales, o en otras palabras, que reconoce que el individuo es al final el sujeto de identidad, como en el plano jurídico es sujeto de derecho. Multicultural es la sociedad en la que se admite la variedad y respeta las peculiaridades de grupos, no de personas, con lo cual la libertad individual está sólo garantizada a los miembros de los grupos que la respeten, no así a los que tengan la desgracia de encontrarse dentro de uno que no la admita.
Es una distinción fundamental de la que no se suele ser consciente cuando se habla de las virtudes de la tolerancia. Aunque tanto en pluralismo como en multiculturalismo se respeta la diferencia, hay un abismo entre las dos posiciones, ya que el pluralismo antepone un principio superior: no se puede ser diferente en respetar y disfrutar de la libertad individual. O lo que es lo mismo: la libertad individual vale para todos.
Por ejemplo, ante la integración de los inmigrantes, un multiculturalista, para quien toda cultura es igualmente válida, puede concluir dos extremos opuestos, a saber, que el inmigrante:
  • debe asimilarse en la cultura que lo acoge, pues en cada país debe respetarse la cultura local y ya en el país de origen está vigente la cultura de origen; o
  • puede mantener su cultura de origen cualesquiera que sean sus rasgos.

Sin embargo, el pluralista o liberal no tendrá dudas: el inmigrante puede hacer lo que le plazca, mientras admita que otros puedan ser diferentes.
Apunto aquí que esto tiene implicaciones clave en la injerencia del Estado en la educación que los niños reciben de sus padres, pero sobre ello me he de extender en una entrada futura.
Personalmente, mi voto es decididamente por el pluralismo, por que se mantenga, se imponga incluso, el respeto a la libertad individual por encima de las peculiaridades culturales. Estamos en la paradoja de la tolerancia: si el individuo es absolutamente libre, ¿lo es también para limitar la libertad del prójimo? Pues no: una sociedad tolerante ha de ser, paradójicamente, intolerante con la intolerancia, y no debe permitir en su interior que ningún grupo obligue a sus miembros, entre otras cosas, a mantenerse en él.
Por ello defiendo que, frente al relativismo cultural absoluto, existe un principio que convierte unas culturas o ideas en más respetables que otras, y las más respetables y mejores son aquéllas que son conscientes de la paradoja de la tolerancia y por tanto mantienen mediante la política y el Estado el equilibrio para que las libertades individuales no se violen; que, en definitiva, cada uno pueda ser lo que le parezca siempre que no moleste a los demás ni obligue a nadie a ser lo que no quiere.

26/03/2013

Autonomías y 3: generalización


Apuntaré finalmente cómo creo que deberían ser las Autonomías dentro de un Estado, empezando por decir lo que no deberían ser. Y como he dicho, por encima de todo no se debe confundir la autonomía con la descentralización.
Una correcta descentralización implica en mi opinión que las diferentes funciones o competencias del Estado tengan, cada una, una subdivisión territorial según sus circunstancias y necesidades. Y que la existencia de una misma división para varias funciones sea mera coincidencia. Esto ya ocurre más o menos en la actualidad: aunque la provincia tenga una notoriedad y precedencia como división más repetida, no deja de haber múltiples otras subdivisiones (provincias marítimas, partidos judiciales, regiones militares, delegaciones y subdelegaciones varias, etc.).
Para evitar que la descentralización se confundiese con la autonomía debería quedar claro que, al contrario de lo que prevé el Art. 150 de la Constitución, las materias que son comunes a toda la Nación y por lo tanto competencia de la administración central no puedan bajo ningún concepto concederse a una gestión autónoma, precisamente por ser comunes a todos los ciudadanos y no corresponder sólo a una parte peculiar de ellos.
A la hora de establecer una autonomía, debe quedar claro también que quien la establece es el conjunto de la Nación (por tanto el Congreso) para una parte de sí misma. La constitución (Art. 147) establece que las leyes que establecen los Estatutos de Autonomía deben contener, entre otras cosas, el alcance de la Autonomía en cuanto a territorio y competencias, y yo, en un sentido más amplio, considero que cualquier ley de autonomía establecida por el Congreso debería incluir como mínimo:
  1. Competencia para la que se concede la autonomía. Y lo digo en singular porque que en principio cada Autonomía se tendría que establecer para una determinada competencia, que tendría su decisión (asamblea representativa) y gestión (gobierno) autónomos. La actual acumulación de competencias en autonomías territoriales debería ser una excepción.
  2. Criterios por los cuales una persona pertenece a esa Autonomía. Es decir, la autonomía se establece en base a personas, no a territorios. El criterio territorial (prácticamente el empadronamiento) es sólo uno de los posibles.
  3. Las condiciones de revocación de la autonomía por parte del Congreso que la otorga, que no deberían ser más difíciles de cumplir que las de la concesión que la establece. Puede ser una votación, un plazo, o el cumplimiento de los objetivos para los que la Autonomía se establezca.

Además, una Autonomía debería respetar los siguientes principios:
  • Financiación propia, no dependiente del estado. Que para cumplir sus funciones, una Autonomía establezca sus propias fuentes de ingresos: impuestos, tasas, rentas, suscripciones, colectas, etc. o incluso trabajar gratis (igual que lo es soñar). Pero nada de llorar al Estado para mamar fondos (con independencia de que el Estado pueda poner su infraestructura tributaria al servicio de la recaudación, o el Boletín Oficial al de la publicación de documentos oficiales autonómicos). Es una idea que me sorprendió la primera vez que la oí, pero coincido con aquel proponente, de nombre ya perdido en mi memoria, en que de ese modo las administraciones autonómicas serían mucho más responsables ante sus ciudadanos miembros de lo que las actuales autonomías de nuestros pecados: como en el caso del Gobierno central, el gobernante que suba demasiado los impuestos, ¡fuera!
  • Mecanismo de autosuspensión (al menos temporal) por los propios ciudadanos miembros de la Autonomía. Por ejemplo, que una de las opciones en las elecciones al gobierno de la Autonomía sea la suspensión de la Autonomía durante una legislatura, sea cual sea el método de elección de dicho presidente. Por ejemplo, si es elegido por la asamblea de la Autonomía, que la suspensión sea una de las opciones en las elecciones a la Asamblea aunque no cuente en las votaciones parlamentarias ordinarias; o si es elegido por votación a dos vueltas, que uno de los “candidatos” iniciales sea la suspensión, etc.
  • Univocidad de partida: que no pueda haber dos autonomías, es decir, dos grupos de ciudadanos separados, decidiendo sobre la misma competencia por separado, cada uno para sí. Con independencia de la posibilidad de que cada Autonomía establezca, replicando el modo en que el Estado establece las Autonomías, diferentes “subautonomías”, cada una con su subcompetencia peculiar, pero siempre dejando claro la definición del alcance de cada una.
  • Independencia entre autonomías: que una persona pueda pertenecer a varias autonomías a la vez de manera separada, ya que pueden afectarle varios temas diferentes a la vez. Recordemos que estamos planteando varios criterios/competencias para la autonomía, no el actual territorial que es excluyente. Por ejemplo, una persona podría pertenecer a la autonomía de la lengua gallega, a la vez que a la de la conservación de la cultura ribereña del bajo Miño (suponiendo que hubiera alguna distintiva), a la de las Universidades como profesor de la de Vigo y a la del Área Metropolitana de Vigo.

En definitiva, autonomías de esta clase no sólo cumplirían con lo que debe ser un estado moderno, donde las comunicaciones (tanto transportes como telecom) dejan en buena medida obsoletas las divisiones territoriales necesarias en otras épocas. Servirían para articular una diversidad de instituciones y funciones del Estado, por ejemplo:

  • Según la geografía física (parte de los criterios de las actuales autonomías): para los territorios con peculiaridades geográficas, como islas, zonas montañosas, habitación dentro de parques nacionales, etc.
  • Urbanísticos: para organizar áreas metropolitanas.
  • Culturales: para la gestión de las instituciones culturales, como las lingüísticas y folclóricas (que son otros de los fundamentos típicos de las actuales autonomías).
  • Académicos: para la muy mencionada autonomía de las Universidades, que luego no se sabe bien en qué consiste.
  • Laborales: para pactos sociales entre sindicatos y empresas, a las que se les concedería un plazo para negociar acuerdos que luego serían legales.

Así que extendiendo la generalización vemos que la institución de la Autonomía serviría para que el Estado no tuviese que meterse en cuestiones que no afectan al común de los ciudadanos, mientras que otorgaría categoría legal a las decisiones de las instituciones autónomas a cambio de exigirles democracia.

Añado un último rizo, como me gusta hacer de vez en cuando, reflexionando que si miramos al lado opuesto, al nivel supraestatal, un proceso como la construcción europea bien podría seguir un procedimiento similar: que en lugar de crear una nueva capa administrativa por encima de los Estados, éstos cediesen a las estructuras comunes las competencias para decidir en conjunto en lugar de los Parlamentos nacionales. Pero, como diría Aristóteles, baste sobre este tema por ahora.

Autonomías 2: competencia entre Autonomías


La presente reflexión sobre las autonomías, que he iniciado en la entrada anterior, tiene una intención generalizadora con origen en que en cierta ocasión di por casualidad con la intervención en radio de una jurista que presentaba su libro sobre la legítima y el derecho sucesorio en España. La autora comentaba la situación de que, existiendo varios sistemas en España, se daba el caso de que los patrimonios se “trasladaban” de una comunidad autónoma a otra cuyas leyes sucesorias resultaban menos onerosas para la herencia.

He allí una situación en la que la libertad de movimientos combinada con la competencia dentro de la Administración del Estado desembocaban en una ventaja para el individuo. Ipso facto me despertó la vena científica y la susodicha generalización, o en términos lógico-matemáticos, modificación de una variable, en este caso la territorialidad de una subdivisión del Estado. La ocurrencia en aquel momento fue que el tener que responder a una administración u otra no dependiera del lugar donde uno vive, sino de la que escoja.

¿Por qué eso no puede ocurrir en todos los niveles (o en muchos más al menos)? Que existan diferentes administraciones que para las mismas funciones (para ellas serían competencias) ofrezcan al ciudadano varias alternativas que cada uno escoja según le parezca más conveniente.

Para ello es indispensable la posibilidad de elección. Pensemos en la distribución eléctrica. Hasta hace poco, las compañías eléctricas desempeñaban todos los procesos de la provisión de energía eléctrica en el territorio en que estaban implantadas. Pero, liberado el mercado, se han separado la parte concreta y la abstracta de las compañías, respectivamente la distribuidora que posee la red y la comercializadora que “compra” la energía a la distribuidora y la vende a los particulares. Muy de la manera en que hasta ahora ocurría en la telefonía móvil por ejemplo: frente a unas pocas compañías con red de soporte físico, hace ya tiempo que tenemos en España una fauna diversa de compañías de móvil. Pues en cuestiones de administración pública lo mismo: independientemente del soporte logístico que tengan, que cada ciudadano pueda escoger bajo qué administración se rige.

Claro que esto nos lleva a la condición previa: que haya varias administraciones. Para ello hay que romper el axioma territorial que decíamos arriba. En la España actual, el criterio para que haya varias administraciones que operan en parte del Estado es territorial, es decir, se han repartido las competencias del Estado en paquetes territoriales separados, de modo que las fronteras internas coinciden en múltiples ámbitos de la Administración.

Creo recordar que Jon Juaristi reflexionaba en una ocasión en uno de sus libros acerca del estado de las autonomías, opinando (más o menos, y con mis palabras) que había proporcionado una vía de ejercicio del poder a una variedad de partidos políticos cuando el gobierno central no se hallaba en sus manos o bajo su influencia. Una manera de que todos pudieran gobernar. Era teóricamente posible, pero no puedo dejar de coincidir con una posterior reflexión del mismo Juaristi que me he encontrado, respecto a uno de los puntos en que esa posibilidad ha fracasado en la práctica, la perpetuación de gobiernos que han creado clientelas regionales. Añado que son clientelas desafectas y a veces incluso contrarias al valor de la unidad política, en este caso de la nación (= conjunto de ciudadanos que deciden todos a una) española.

10/03/2013

Autonomías 1: las autonomías españolas


Quiero dar unas vueltas por hechos y defectos de las Comunidades Autónomas establecidas en España, con referencias a su Constitución de 1978.

En el proceso y actual estructura autonómicos españoles se han mezclado dos conceptos:

Descentralización territorial: un proceso o situación que cualquier estado moderno, e incluso diría que civilizado, que no consista en una capital conquistadora de unas provincias conquistadas, debe seguir. Pues si un Estado exige una cercanía física a sus ciudadanos, lo menos que puede hacer es acercarse él a ellos.

Autonomía: que podríamos explicar como la decisión y gestión de las peculiaridades (asuntos que no afecten al conjunto de la nación) por parte de aquéllos que son peculiares.

Varios factores han contribuido a que se hayan fundido tales dos aspectos hasta el punto de que incluso resulte difícil distinguir el uno del otro. Algunos factores estaban previstos explícitamente en la Constitución y otros encajan con ella pero no tenían por qué haberse dado:

1. Las dos primeras autonomías de las actualmente vigentes, Cataluña y País Vasco, que son preconstitucionales (que empezaron a ser establecidas ya en 1977 por el Gobierno de Suárez), tenían una naturaleza territorial; es decir, se establecieron en base a territorios.

2. La Constitución previó que
“El Estado se organiza territorialmente en municipios, en provincias y en las Comunidades Autónomas que se constituyan” (Art. 137),
y que cualquier posible autonomía se formaría en base a
“las provincias limítrofes con características históricas, culturales y económicas comunes, los territorios insulares y las provincias con entidad regional histórica” (Art. 143).
3. La constitución de Comunidades Autónomas no se limitó a determinados territorios con peculiaridades, sino a todo el territorio nacional.

4. Además, nunca se aprovechó la opción prevista en el Art. 144 de crear autonomías cuyo
“ámbito territorial no supere el de una provincia” (epígrafe a),
o para
“territorios que no estén integrados en la organización provincial” (epígrafe b).
Es decir, no se establecieron autonomías de trozos de provincias. Con la excepción, por obvios motivos geográficos, de Ceuta y Melilla.

5. Finalmente, se apuró hasta el extremo la previsión del Art. 150 conforme se podía
“atribuir a todas o a alguna de las Comunidades Autónomas la facultad de dictar, para sí mismas, normas legislativas en el marco de los principios […] fijados por una ley estatal” (punto 1), y
“transferir o delegar […] facultades correspondientes a materia de titularidad estatal que por su propia naturaleza sean susceptibles de transferencia o delegación” (punto 2).

Con 3. y 5. se viola en mi opinión el sentido de lo que debe ser una autonomía, que según he dicho arriba sería el gobierno de las peculiaridades por parte de los que son peculiares: si se establece autonomía es porque una parte de la nación es diferente del resto; pero si la autonomía se puede extender al conjunto de la nación ya no hay peculiaridad alguna y por tanto no debería haber autonomía.

Claro que un concepto central del sistema autonómico es que cada Comunidad gestione sus peculiaridades distintivas:
“Los Estatutos de autonomía deberán contener: […] d) Las competencias asumidas […]” (Art. 147.2).
Es decir, no todas las Autonomías tienen por qué tener atribuidas las mismas competencias. Pero, por ejemplo:
  • ya ha habido alguna Autonomía que se ha reservado el derecho a reclamar cualquier competencia que se ceda a otra (“cláusula Camps” de la C. Valenciana), o
  • el propio factor 5. de ceder a las Autonomías la gestión de competencias estatales reconoce que las Autonomías no tienen que estar sólo para gestionar asuntos peculiares sino otros que afectan al conjunto de la nación, previsión con la cual creo que la Constitución se contradice a sí misma y que opino debería corregirse.

Todo ello es lo que ha hecho difícil distinguir la descentralización administrativa de la autonomía, y que se considere llanamente que las CC. AA. son un nivel administrativo más del Estado.

Apuntaré en siguientes entradas cómo creo que deberían ser las Autonomías (en caso de considerarse aceptable su existencia).