24/02/2019

Ciudadanía, mayoría de edad y derecho de sufragio

Vivimos en una época en que se tiende a considerar los derechos políticos como algo innato a la persona. En otros tiempos, los derechos eran concesiones por parte del poder; pero desde que el poder pasó a los ciudadanos y desapareció la detentación personal, nadie se considera con capacidad de privar de derechos políticos a un semejante.

Y, sin embargo, constantemente trabajamos, vivimos y actuamos socialmente con ello. Ideologías ha habido que han llevado el principio democrático al extremo, pretendiendo que toda verdad procede del acuerdo entre varias personas puestas de acuerdo: debaten, definen su realidad y resuelven toda decisión o conflicto mediante votación.

Pero sabemos que la realidad no funciona así. Puedo creer que si salto por la ventana volaré sin apoyo mecánico, pero la realidad dictará lo que le parezca. Podemos decidir en casa que aparcaremos en medio de una calzada, pero si no logramos poner las leyes a nuestro favor, perderemos nuestro vehículo. Podemos abrigarnos para no acatarrarnos, como siempre me dijeron en casa, pero si me empeño en besuquear a mis amigos enfermos, acabaré igual.

En definitiva, hemos de plegarnos a la realidad. En asuntos humanos, la realidad no es tan clara como, digamos, en mecánica clásica, pero nos mantenemos en el marco del mismo principio; sólo que, a falta de mejores herramientas, recurrimos a personas autorizadas por la ley (funcionarios, jurados, parlamentos, etc.) para decidir a qué debemos atenernos, cómo actuaremos. Otras veces conferimos la capacidad de decisión en función de la propiedad privada, lo mismo en sociedades que en la vida privada. En definitiva, dependiendo de qué asunto estemos tratando, un tipo de personas u otro serán la autoridad en el asunto; y cuanto más ultrademócratas seamos, más asuntos consideraremos “votables”. Podríamos llegar al esperpéntico extremo soviético de votar la ciencia por puro rechazo a los conocimientos científicos previos.

En las democracias modernas, ambos extremos se combinan en una fusión más cercana a uno u otro. La dificultad reside en buscar qué parte de lo uno y de lo otro, qué mecanismos se organizan, para que cada tema se gestione de la mejor manera posible, y cada vez mejor.

Viene todo lo anterior a colación del tema de la ciudadanía y el derecho al voto porque, habiendo llegado como sociedades al consenso de la idea de democracia como óptimo principio político, existe una corriente crítica con ella que pretende mejorarla yendo a un sistema mejor, más benéfico para el ciudadano. La idea es, a grandes rasgos, aumentar el poder de las personas cualificadas (para cada ámbito) y reducir el de las que no lo están. Espero haber argumentado convincentemente en los párrafos anteriores que ya la democracia no es tan pura como para que admitir todo se vote, y argumentaré que su mejora no está tan alejada de ella como para que merezca la pena causar alarma diciendo que se trata de un sistema diferente y, por ello, antidemocrático.

Una crítica que resume los argumentos a favor y en contra de la democracia por parte de politólogos, economistas y filósofos, y que aboga por un sistema mejorado y además tiene voluntad bautismal para con él es la de Jason Brennan en Contra la democracia. En ella denomina epistocracia (“gobierno de los que saben”) al nuevo sistema. Basándose en los defectos de los sistemas electorales masivos, conocidos, modelizados matemáticamente y demostrados, centra la crítica en la capacidad del votante carente de los mínimos conocimientos sobre la realidad política, social y económica como para que se pueda considerar cualificado para tomar decisiones al respecto de la mayoría de ellas, sea directamente o por medio de representantes.

Por mi parte prefiero reservar el término “epistocracia” para la modulación del derecho al voto en función de los conocimientos; es en definitiva una de las cualidades que se pueden exigir dentro de un sistema más amplio de sufragio capacitario, es decir, al que se accede por cumplir una serie de requisitos más exigentes que los actuales (que consisten en la edad y poco más); para el sufragio capacitario pasivo prefiero reservar el término “meritocracia”.

A continuación traeré a colación y comentaré varias de las objeciones y conclusiones de Brennan, que redondean y completan, como sólo un profesional podía hacerlo, mis propias reflexiones previas al respecto.

Imaginemos lo siguiente: la mayoría de edad electoral se somete a debate; esto es, se plantea qué edad es la idónea para acceder a ese derecho. En tiempos pasados se ha rebajado de los 21 a los 18 años. De hecho, se viene extendiendo el derecho al voto continuamente en los últimos dos siglos: en función de un nivel de riqueza cada vez menor (sufragio censitario), de la obligación de servir al Estado con las armas poniendo a su disposición la integridad física personal como parte de los ejércitos, de las iguales capacidades (de origen) entre unos colectivos y otros… ¿Por qué no rebajar una vez más, a los 16?

Los detractores de esta última propuesta podrían plantear que hoy por hoy los 18 para el derecho al voto corresponden a la mayoría de edad general, pero entonces bastaría con mover ésta a los 16, mayoría de edad que ya plantean algunas leyes particulares para sus ámbitos de aplicación. Al fin y al cabo, cruzar la línea de los 18 no supone una diferencia cualitativa, en lo que a capacidades objetivas se refiere, respecto a unos días antes de cumplir esa edad.

Pero ¿por qué parar en los 16? ¿Por qué no ir hasta los 14, o 12 o 6, o… hasta el mismo nacimiento? Un momento, no nos pasemos: tan jóvenes no existe capacidad de decidir autónomamente. En fin, tanto rodeo para concluir que los 18 años actuales no son sino una edad convencional a la que a una mayoría estadísticamente significativa de los ciudadanos se les supone juicio suficiente.

Por cierto, que si conferimos derecho al voto a los que aún no tienen capacidad intelectual para ejercerlo libremente por su tierna edad y precisamente debido a esto último se lo otorgamos a sus tutores legales hasta el momento de la emancipación, habremos llegado al voto familiar: los votos de toda la familia los deciden las cabezas de familia que están a cargo.

Lo mismo si en lugar de tratarse sólo de incapacidad por motivos de edad se trata de incapacidad objetiva debida a cualesquiera condiciones intelectuales… De hecho, ¿por qué no comprobar directamente la capacidad intelectual? ¿Por qué no dejar de lado cualquier otra circunstancia accesoria e ir directamente a la capacidad?

¡Alto! Si seguimos por ahí encontraríamos, como dice Brennan, que seguramente muchos adultos no darían la talla en las pruebas de capacidad en cuestión. Si cuestionamos los actuales 18 años como criterio para la mayoría de edad electoral, acabamos cuestionando cualquier edad; de hecho, por lo dicho arriba, creo que podríamos acabar más cerca del voto familiar, defendido por algunas posiciones conservadoras, que del voto a los 16, defendido desde posiciones de izquierda, más tendentes a considerar los derechos como algo que se otorga y además el derecho al voto como un mecanismo de integración de los jóvenes en la vida adulta.

El derecho al voto es a menudo concebido como un reconocimiento a la dignidad de la persona; dejo el análisis sobre lo inútil de este concepto a Brennan, con quien estoy de acuerdo. Todo ello sin meternos en lo justo que pueda ser, que es otro asunto.

Además de eso, hemos de considerar una cuestión fundamental: que el voto confiere capacidad de influencia sobre los conciudadanos, y por ello tengo derecho a preocuparme por su uso ignorante, pernicioso o venal. De la misma manera que no aspiro a votar una decisión técnica sobre fontanería y estoy dispuesto a pagar a un asesor fiscal, tampoco quiero que nadie sin unos conocimientos mínimos tenga derecho a gobernar mi vida más allá de lo estrictamente necesario, y aun lo estrictamente necesario aspiraría a que fuese determinado por expertos.

La epistocracia de Brennan no es, como he dicho, un sistema diferente de la democracia occidental al uso en lo que a estructura se refiere, pero el cambio que plantea, que es la modulación del derecho al voto dando más poder a las franjas de población con más conocimientos de los varios ámbitos de la vida pública, es un punto clave que afecta a todo el sistema. O al menos eso promete, ya que, como Brennan dice, la epistocracia se puede plantear teóricamente como mejora de la democracia pero no hay hasta ahora pruebas de su buen funcionamiento porque a fin de cuentas ni siquiera se ha puesto a prueba nunca. Por ello, y porque Brennan defiende la epistocracia como una reforma moderada a partir de o dentro de la democracia, es por lo que digo que no se puede considerar un sistema organizativamente diferente, ni que viole ninguno de los principios fundamentales de las democracias.

Brennan plantea una serie de modelos o vías (propios u originales de otros) en que podría consistir la puesta en marcha de un sistema epistocrático:

a) Voto de objetivos: todos los votantes deciden los objetivos de la política, mientras que los “epistócratas” se encargan de definir cómo alcanzar dichas metas.

b) Sufragio restringido: el caso descrito arriba de limitar el voto a los que demuestren capacidades intelectuales (por ejemplo superando un examen), lo mismo que se exige demostrar capacidades a muchos puestos del Estado.

c) Voto plural (ya se practicó en el pasado en democracias pioneras como el Reino Unido): además del voto del común de los electores obtenido por criterios generales, quienes cumplan otros requisitos pueden conseguir votos adicionales.

d) Sorteo del derecho: antes de cada elección, se selecciona al azar a sólo una minoría de la población, que a continuación se somete a un proceso de adquisición de competencias. Es un sistema que puede adolecer de los mismos defectos que aquejan a tales procesos de adquisición ya conocidos, de que en lugar de contribuir a una formación positiva, produzca radicalizaciones y una competencia partidista por ganarse o manipular a los afortunados electores.

e) Sufragio universal con veto epistocrático: al sistema democrático habitual se añade un cuerpo formado por epistócratas con capacidad de vetar la legislación de otras cámaras. Esta función podría atribuirse, referida a una serie de competencias bien medida, a un Senado de méritos como el que describo aquí.

f) Simulación de oráculo: toma de decisiones seleccionando, para hacerles caso, a los sectores de población que, en cada campo, hayan demostrado conocimientos más acertados. Lo cual puede constituir un problema doble, pues ¿quién decide los conocimientos correctos para seguir decidiendo correctamente? Dicho de otra manera, si vamos a tener que determinar quiénes saben más, podemos directamente utilizar esos criterios para otorgar poder de decisión a esas personas.

En suma, de las anteriores propuestas me parecen aplicables la b) y la c), que se implementarían mediante exámenes de comprensión lectora y conocimientos políticos, económicos y sociológicos, y la e). De considerarse conveniente se podrían combinar con el voto familiar o con un criterio capacitario adicional:

g) Que los criterios de mayoría de edad electoral atiendan a méritos individuales, entre ellos la independencia económica, familiar e intelectual y otros criterios de ciudadanía plena. Tal derecho incluso podría no otorgarse a edad inferior a la mínima a que con carácter general se pueda finalizar la enseñanza superior, y éste sería el único residuo de concesión del derecho según criterio de edad que me parece admisible.

Dicho lo anterior para el derecho de sufragio, cabe añadir que la ciudadanía plena, tanto para nacionales como para extranjeros, lo mismo que la nacionalidad para extranjeros, podría ser una condición adquirida poco a poco a medida que se cumplieran los requisitos de “mayoría de edad” (que ya no sería tal, sino capacidad) en cada ámbito. Algo que, como hemos dicho, en la práctica ya ocurre en diferentes campos. Eliminar la referencia a una mayoría de edad general serviría para obligar a cada ley a definirla para su ámbito.