27/04/2019

Elecciones y sentido del voto

Las elecciones son el mecanismo por el que los votantes eligen a sus representantes en los legislativos, y en ocasiones también a los líderes de los diferentes ejecutivos. En un sistema parlamentario, la elección del presidente del Gobierno o primer ministro no la hacen los votantes directamente, sino sus representantes nada más constituirse la(s) cámara(s), si bien dicho proceso puede tener lugar en medio de una legislatura, según ya he comentado.

Ahora bien, habitualmente se considera como un proceso claro y legítimo el que un presidente del Gobierno sea elegido a continuación de unas legislativas nacionales por el Parlamento correspondiente, y sin embargo se ha considerado repetidamente algo lejano al pueblo y menos democrática que lo anterior la elección del Presidente de la Comisión Europea por el Parlamento, o las elecciones de presidentes del Gobierno en Grecia, Italia y España en medio de legislatura. Uno de los motivos de esa negativa consideración es que en estos últimos casos no hay un candidato oficioso (es decir, previo a la constitución del Legislativo) a la Presidencia del Gobierno. Por el simple hecho de haberlo, aunque no tenga ninguna naturaleza legal, las cosas están más claras. Por tanto es más que recomendable, si no existe una elección independiente del presidente del Gobierno, reconocer la figura del candidato en las elecciones.

Hemos de tener claro que el sentido del voto, es decir, los motivos por los que un votante determina cuál va a ser su opción de voto, son al menos tres:

a) Partido al que vota (voto a ideas).
b) Candidato (oficioso en España, donde no está regulada esta figura) a la presidencia del Gobierno (voto a persona).
c) Candidato a representante por la circunscripción correspondiente (voto a persona).

Por tanto, un sistema de voto óptimo debería disponer de mecanismos por los cuales tener en cuenta esos tres sentidos, muy particularmente la regulación explícita de los candidatos a la presidencia del gobierno y la presencia en las papeletas no sólo del logotipo del partido y candidatos de la circunscripción, sino también del candidato a la presidencia al que apoyan.

En la actual práctica española, c) es lo que el votante tiene menos en cuenta, al haber listas cerradas, y esto se corregiría mediante listas abiertas o al menos desbloqueadas. Dominan a) y b) interfiriéndose notablemente, por lo que el sistema debería trabajar por separarlos hasta cierto punto.

El sentido del voto interfiere negativamente con las campañas electorales y cómo potencian la perniciosa tendencia humana innata a dividirse en grupos en conflicto. La elección de un jefe de gobierno es más primitiva, en el sentido de que se trata de escoger a un líder que debe encabezar un equipo monolítico. Ojo, primitiva no quiere decir menos deseable, pues tiene sus virtudes y sus ámbitos propios.

Pero en una campaña esto se mezcla con la presentación de programas, y aquí sí hay efectos corruptores de la naturaleza de las cosas políticas. Pues así como no es posible que un jefe de gobierno, o incluso el ocupante de un escaño sean dos personas (por el sencillo motivo de que uno no es igual a dos), cuando se trata de realizar programas legislativos no tiene por qué existir incompatibilidad, al menos no absoluta. Al distribuir escaños es más fácil repartir, ya que hay varios puestos.

En cambio, se suele mezclar el confrontar programas con el confrontar candidatos, y esto es especialmente relevante en lo que respecta a los debates electorales, ya que suelen ser de confrontación absoluta. Sin embargo, de acuerdo a lo dicho arriba, los debates podrían ser de diferentes tipos, cada uno con el objetivo de contribuir a aclarar un sentido del voto diferente.

Por un lado estarían los debates de candidatos, en los que de lo que se trataría sería de evaluar el perfil y cualidades personales de los mismos para el puesto que aspiran a ocupar. Este tipo de debates tiene poco sentido que sean a muchas bandas, ya que por un lado no son muchos los candidatos que pueden razonablemente aspirar a presidentes, y por otro a la hora de comparar y decidir u opinar quién ha “ganado” un debate (costumbre habitual), hay que tener en cuenta que la idoneidad de los diferentes candidatos no responde a un único criterio y podríamos hallarnos ante la imposibilidad de ordenarlos de mejor a peor por no tratarse de una relación transitiva; en otras palabras, que por ejemplo un candidato puede ser mejor que otro por una serie de motivos, éste mejor que un tercero por otros motivos más, y el tercero mejor que el primero de acuerdo a otras consideraciones. La conclusión es en cualquier caso que los debates de candidatos deben ser de uno contra uno, y si se asume que puede haber varios candidatos con opciones, lo que debería haber serían una serie de debates uno contra uno, al modo de liguillas deportivas.

Otro tipo de debates serían los de programas, que sería bueno que fuesen protagonizados por directores de programas y los especialistas de las diferentes áreas en que cada partido pueda organizar sus propuestas. Estos debates sí tendría sentido que fuesen multilaterales, pero no tendría sentido que se dijese quién ha ganado, porque los programas son susceptibles de superponerse hasta cierto punto, y las propuestas de unos ser compatibles con las de otros. También en este caso podrían existir varios debates, no sólo uno general, para tratar las diferentes áreas programáticas.

Siendo el tercer sentido del voto el de la opción por los candidatos de cada circunscripción, no tiene sentido que éstos debatan a nivel nacional, pero sí sería razonable que lo hiciesen a nivel regional o local para tratar la relación y el impacto de sus partidos y los candidatos los que apoyan en el territorio de la circunscripción.

En resumen, en el período de campaña electoral sería bueno que se organizasen tres tipos de debates electorales que ayudasen al votante a formar su opinión en los tres sentidos de voto: una serie de debates uno a uno con todas las combinaciones posibles entre los candidatos a presidencia del gobierno verosímiles; otra serie de debates programáticos multilaterales, tanto generalistas como por áreas, y debates por circunscripción entre miembros de las listas electorales.

La propaganda en campaña electoral es harina de otro costal. Así como los debates pueden contribuir a que el votante se informe, compare y reflexione, lo típico de las actuales campañas promueve el impacto visual, el lema y, en definitiva, la falta de reflexión, y por ello resultan rechazables, o al menos bien podrían separarse de las campañas. Esto es; algunos elementos que alteran hasta cierto punto el orden público, incitan a la división social, e incurren en grandes gastos (cartelería, mailings masivos, megafonía) no deberían estar promocionados desde el Estado ni estar admitidos de modo diferente a como lo están fuera del período electoral. Los carteles deben responder a su colocación ordinaria, por ejemplo en las sedes de los partidos o en las vallas publicitarias permanentes sin que sea necesario montar paneles para la ya absurda y sin sentido ceremonia de la pegada de inicio de campaña. Los mitines, megafonías y repartos de publicidad, aunque aumenten de frecuencia, se pueden celebrar según la regulación ordinaria de los derechos de manifestación, expresión y ruidos. Los mailings en papel, en el siglo XXI, sobran.