17/10/2012

Sistema electoral más proporcional

Habiendo hablado en anteriores entradas del Senado y de la elección del Presidente del Ejecutivo, voy ahora al sistema electoral de las elecciones al Congreso de los Diputados, que por vías indirectas es crucial en el sometimiento del Ejecutivo al Legislativo. Tomo como referencia el Informe del Consejo de Estado sobre las propuestas de modificación del régimen electoral general para hacer una propuesta que es variación y va más allá de una de las apuntadas por éste.

Empecemos por dos de los defectos principales que se achacan al sistema actual, establecido por la LOREG del 85 (punto IV.2.1. del Informe):
  • La distribución de escaños entre circunscripciones: el mínimo de representación a que obliga la Constitución está fijado por la actual ley electoral en 2 diputados por provincia y uno por ciudad autónoma, por lo que sólo 248 escaños se reparten proporcionalmente a la población, lo que hace que en las provincias menos pobladas los escaños cuesten menos votos, o lo que es lo mismo, que en las más pobladas los votos valgan menos escaños.
  • La asignación de escaños a las listas votadas en cada circunscripción: el sistema de reparto D'Hondt vigente favorece a los partidos mayoritarios en cada circunscripción en detrimento de los minoritarios. En la práctica esto beneficia a los dos grandes partidos nacionales, que atraen el voto útil de la izquierda y la derecha, y a los nacionalistas, que tienen sus escasos votos concentrados en unas pocas circunscripciones, y perjudica desde hace tiempo a IU y últimamente a UPyD (por tener una referencia, en las elecciones generales de 2008, IU tuvo el triple de votos que el PNV, pero un tercio de diputados; o en las de 2011, UPyD tres veces y media los votos de Amaiur pero 5 diputados frente a 7, etc.). No cabe duda de que esta regla, unida al sistema de elección de Presidente del Gobierno del que ya me he ocupado, ha contribuido a la deficiente representación de las ideas de los españoles y a la desproporcionada capacidad de exigencia de partidos minoritarios de voto concentrado geográficamente en aras de la estabilidad política, asentando la posición de los dos grandes partidos.
En su informe, el Consejo de Estado enumera claramente y analiza algunas de las reformas propuestas; por situarnos en el escenario en que nos movemos, las resumo a continuación. Algunas ya están dentro del abanico de opciones que la Constitución permite:
  • Reducir la representación mínima por provincia de 2 a 1 diputado.
  • Aumentar el número de diputados a 400.
  • Sustitución del sistema de reparto de escaños D’Hondt por uno más proporcional.
  • Eliminación del mínimo del 3% de votos por circunscripción para que una lista se considere en la asignación de escaños.
Otras requerirían reforma constitucional:
  • Consideración de la Comunidad Autónoma como circunscripción electoral.
  • Supresión de la representación mínima inicial por circunscripción.
  • Establecimiento de una circunscripción nacional para la elección de parte de los diputados y la distribución de restos de votos.
Actualmente hay una situación que me parece particularmente indeseable en el sistema electoral que tenemos en España, y es el que los votos que no consiguen contar para la asignación de escaños en una circunscripción (los llamados “restos”) resultan literalmente inservibles. En algunos casos, reunidos todos estos restos a nivel nacional suponen un número de votos considerable, llevando a situaciones paradójicas como las descritas arriba.
El Consejo ofrece en el punto IV.3.1.c.iv “Opciones para la mejora de la proporcionalidad del sistema” una opción de distribución de escaños según restos que se mantiene dentro de la Constitución porque mantiene como circunscripción electoral la provincia, ya que las listas sólo se podrían presentar por provincias.
Yo presento a continuación un sistema que va un poco más allá en ese aspecto de reunir restos y atribuirles escaños, y que sí requeriría la reforma constitucional, ya que incluye una circunscripción nacional; pero que en todo caso pretende corregir varios defectos en el planteamiento y en la práctica electoral del actual sistema de atribución de escaños.
Este sistema tendría las siguientes características fundamentales:
  • Las circunscripciones tendrían dos niveles: las diversas territoriales (como las que existen en el sistema actual) y una a nivel nacional por encima de ellas, que se podría votar desde cualquier circunscripción.
  • Los partidos podrían presentar listas en cualquiera de ellas, incluso combinando varias (es decir, presentando la misma lista en varias circunscripciones).
  • Allí donde un partido presentase una lista territorial además de la nacional, los electores podrían optar por cualquiera, aunque no por ambas a la vez.
El procedimiento constaría de los siguientes pasos:
  1. Se determina el número de diputados a elegir mediante la regla que sea (o estableciéndose un número fijo como ahora).
  2. Se determina el número de votos que otorgan un escaño (lo que se llama cuota electoral = votos totales válidos emitidos / nº diputados a elegir).
  3. En cada circunscripción, a cada partido corresponden tantos representantes como sea el cociente entero de la división del número de votos obtenido entre la cuota electoral. Dicho de otra manera, se “rellenan” los escaños de cada lista con los votos que obtiene, quedando el resto que no alcance el mínimo necesario para un escaño.
  4. Estos restos (es decir, los votos de los partidos que por el cálculo anterior no hayan servido para otorgar representación) se acumulan entre todas las circunscripciones territoriales con los votos obtenidos por el partido en la circunscripción nacional, y se asignan en ésta los escaños del mismo modo que en 3.
  5. Como aún quedan restos de votos y escaños sin cubrir (porque en los pasos 3 y 4 se ha cogido la parte entera), dichos escaños serán otorgados a las listas de la circunscripción nacional que tengan los restos mayores.
Este procedimiento gozaría de las siguientes, en mi opinión, virtudes:
  • Todos los escaños valdrían el mismo número de votos, en todas las circunscripciones, evitándose la actual distribución desigual de escaños según circunscripciones.
  • Frente a la exagerada situación actual, se perdería en restos un número de votos mínimo, ya que sólo quedarían sin escaño formaciones que no lograsen reunir en total el número de votos mínimo para obtener un escaño.
  • Se obligaría a los partidos a evidenciar de cara al votante la unidad de sus candidaturas en diferentes circunscripciones, en especial frente a la tendencia que coaliciones, que tienen la intención actuar a una, pueden mostrar a presentar siglas diferentes según el territorio de que se trate.
  • Permitiría a los partidos una flexibilidad presentando listas de acuerdo a sus intereses e ideas, pues podrían agrupar varios territorios en una misma candidatura, o sólo presentar listas específicas en algunos territorios y en el resto dejar sólo la nacional, o presentar sólo una lista nacional. Generalizando aún más este principio, se podría permitir que cada partido elaborase sus circunscripciones particulares, presentando listas específicas en una selección de colegios electorales de su elección: el votante seguiría teniendo para ese partido papeletas con la lista nacional y, en su caso, con la particular de su territorio que el partido plantee.
  • Los partidos tendrían que vincular más los candidatos a las circunscripciones, evitándose así el “paracaidismo electoral” (la habitual práctica de las direcciones de los partidos de colocar en primera línea nombres conocidos desligados de las bases): los electores disgustados por tal práctica, que creyesen que dichos “cabezas de serie” no representan adecuadamente a su territorio, podrían obviarlos y votar directamente a la lista nacional, en caso de existir.
  • Se fomentaría la participación mediante la competencia entre circunscripciones, incentivándose el voto de quienes deseasen que su sufragio fuese a parar a un representante específico de su territorio en lugar de acumularse para la lista nacional.
  • Se obtendría una representación fidedigna de las ideas de los votantes, y aunque esto pudiese producir una fragmentación parlamentaria  indeseable para la estabilidad del Gobierno, habría que tener en cuenta determinadas reformas en la elección y destitución del Presidente como las que ya he tratado en entradas anteriores del blog.
  • El número de diputados no afectaría apenas a la proporcionalidad del sistema, con lo cual sería irrelevante el debate de si conviene aumentar el número de diputados para aumentar la proporcionalidad frente a reducirlos para ahorrar gastos.
No entro en ningún momento en el modo en que a esos escaños se les pondrían nombres concretos de diputados. Estoy dando por hecho que la representación mediante partidos sirve para reflejar las ideas de la gente, y que éstas son representadas por los partidos y sus ideologías, no por los nombres concretos que ocupen los escaños. Por tanto estoy considerando que la atribución de escaños a los partidos sería independiente de la capacidad de los ciudadanos para mover nombres en las listas mediante un sistema de listas desbloqueadas (cosa que el Consejo de Estado también repasa en su informe).

12/10/2012

Definiciones de nacionalismo


Un reciente intercambio de pareceres con un antiguo compañero me ha llevado a cristalizar una serie de conceptos acerca de la definición de nacionalismo y de determinados juegos de palabras y conceptos a que dan lugar.

Podemos considerar una inicial definición de nacionalismo como la ideología política que considera y pone en valor la pertenencia de un conjunto de personas a una comunidad política soberana o nación. Esto correspondería con los nacionalismos:

  • integradores (en pro de la unificación política de comunidades previamente desunidas: casos notables de Alemania e Italia en el s. XIX, o en España y Portugal el iberismo);
  • disgregadores (que pretendan la ruptura de una unidad nacional y han sido la mayoría a lo largo de la Historia);
  • continuadores en pro de una unidad nacional ya existente.

Sin embargo, el tiempo y la experiencia política con el transcurso de la Historia nos permiten ir discerniendo diferentes tendencias y actitudes que han surgido a partir de esa idea primera.

Hay un motor del nacionalismo que es de base cívica e igualitaria, que pretende el establecimiento de una comunidad de individuos libres, y por tanto de entronque claramente liberal. Sea mediante la eliminación de barreras establecidas por las vicisitudes históricas o la separación respecto a una tiranía, todo nacionalismo apela en un momento u otro a esta idea, atractiva como es la libertad para cualquier persona.

Ahora bien, no resulta difícil pasar de ese mero liberalismo orientado a un grupo de personas a la exaltación de las diferencias de dicho grupo respecto a otros. Al fin y al cabo alguna causa de etnogénesis debe haber mediado para que ese grupo se pueda considerar diferente y separable de la nación a la que hasta ese momento pertenece.

Así llegamos al concepto de nacionalismo (en mi opinión) propiamente dicho: cuando se pasa de exaltar las ventajas de la hermandad, igualdad ante la ley y libertad individuales, que casualmente se aplicarían a un conjunto de individuos con unas características particulares, a exaltar dichas características particulares por sí mismas por encima de, precisamente, la libertad e identidad individuales.

Ahora bien, por referirme particularmente a las ideas que circulan en el ambiente político de España, como en entradas anteriores, tengo la sensación de que en nuestro país el término nacionalismo se aplica más criticando a otros que reivindicando posiciones propias. En cualquier caso, se usa en general para indicar una exaltación de características comunes en un colectivo de personas.

Curiosamente, existe otro uso que se retrotrae a aquella primera situación de la que hablábamos, y que es más sencillo: que nacionalismo sería simplemente considerar que un grupo de personas determinado es una nación. Lo cual puede ser algo novedoso y discutible en casos de construcción nacional, y algo obvio cuando la nación está ya establecida (sea por las corrientes de la Historia o además por un texto constitucional).

Hace años que oí a una persona que usaba el término “nacionalismo” en ese sentido laxo defender tal definición. Curiosamente, el que sea un significado más sencillo que el poner la identidad colectiva por encima de la individual no quiere decir que tenga una intención neutra. Pues si, como hemos dicho, en unos casos puede implicar la modificación de una situación preexistente y en otros la conservación del statu quo, dicha concepción engloba bajo el mismo término a dos posiciones que pueden ser antagónicas, y puede por tanto tener la intención de equiparar a una con la otra.

(No puedo tampoco dejar de decir que una “construcción nacional” me parece una paradoja en sí misma, porque si no existe la nación previamente, la entidad por la que se lucha es una irrealidad, y si ya existe, ya no es necesario luchar por crearla. Lo que me lleva a pensar que las “construcciones nacionales” sólo sirven para situaciones intermedias, para ahondar diferencias que de modo natural han surgido previamente.)

La experiencia histórica y política que decía arriba nos ha enseñado que existe una posibilidad de una defensa activa de la unidad nacional que no es exaltación de la identidad colectiva por delante del respeto a la individual. En la Alemania post-II Guerra Mundial, escaldada de la barbarie nazi, se le dio incluso nombre: patriotismo constitucional, una idea que se mantiene en la línea liberal, legalista y democrática que había alimentado el nacionalismo igualitario del s. XIX.

En la España actual no es dominante la exaltación nacionalista del conjunto, de la nación española. La mayoría simplemente se considera igual ante la ley en comparación con los demás españoles y actúa en consecuencia. Por otro lado, el tipo de nacionalismo dominante es uno regional separador, que hace hincapié en las diferencias de la gente según su lugar de nacimiento o vivienda, o al menos de adscripción étnica sentimental. A este nacionalismo disgregador se oponen dos tendencias hoy en día minoritarias (aunque en muchos otros países son más dominantes):
  • un nacionalismo español (el españolismo con sentido despectivo), sea el practicado en tiempos de la dictadura despertado ahora del letargo, o de nuevo cuño como reacción a los nacionalismos disgregadores rampantes, que exalta las características comunes a los españoles en sí mismas, y
  • un patriotismo constitucional (a veces llamado constitucionalismo) cuya consciencia sí ha surgido ex novo también como reacción antidisgregadora, que defiende de los valores democráticos de igualdad ante y respeto a la ley, y que considera que la identidad es una cuestión privada y la nacionalidad, una administrativa.

Estas dos tendencias pueden confundirse, y sus actos a veces confluir, por su coincidencia en defender la unidad nacional española, pero un observador agudo no ha de dejarse engañar por esta conjunción superficial, pues a poco que se escarbe o que ambas tendencias se hayan de posicionar ante temas variados, se evidencia que una es tan nacionalista (= exaltadora de rasgos colectivos) como los nacionalismos regionales y la otra es en realidad opuesta a ambas.

En una reflexión personal y la más subjetiva de esta entrada sin duda, uno no puede dejar de pensar que el englobar ambas tendencias es una confusión voluntaria en la izquierda con la que justifica su comunión histórica con los nacionalismos disgregadores, ella que debería ser y a ratos aún se considera internacionalista e igualitaria. Pero es un juicio de intenciones, y las intenciones verdaderas debe juzgarlas cada persona para sus adentros.

Apunto finalmente que los nacionalismos exaltadores de lo colectivo frente a lo individual me parecen los más propensos al imperialismo: sea por la consideración de superioridad frente al vecino en caso de naciones consolidadas (p.ej. el colonialismo histórico), como por medio del irredentismo en el caso de naciones nuevas.

NOTA: Aprovecho para mencionar Etnonacionalismo, de Walker Connor, como buen repaso de una tipología particular de nacionalismo.

07/08/2012

Corrupción en el mercado de la gestión de la Calidad

Después de unos años trabajando en el ámbito de la gestión de la calidad, y habiendo llegado a mi momento más alto en él justo antes de dejarlo, quiero dejar una reflexión crítica acerca de una parte del funcionamiento del mismo: el mercado generado en torno a la implantación y evaluación de Sistemas de Gestión de la Calidad (SGC).

Para quien no esté familiarizado con el tema, partiré de una pequeña introducción. Un SGC es un conjunto de normas que una organización puede seguir en su funcionamiento interno. Originalmente concebidas y aplicadas dentro del mundo de la gran industria, eran los procedimientos que debían asegurar la calidad del producto en términos absolutos.

Con el paso del tiempo los SGC y sus normas de referencia se fueron refinando y el concepto de Calidad abstrayendo: mientras al principio consistía en obtener un producto con unas cualidades absolutas (es decir, el concepto común que manejamos cuando decimos que algo es de calidad), Calidad pasó a significar un producto que cumpliese unos cualesquiera requisitos que se quisiese obtener.

Por poner un ejemplo, un cuchillo no es de calidad si “vino de Venezuela con la abuela” y aún está afilado 40 años después: si el cliente de una fábrica de cuchillos ha pedido cuchillos romos, difícilmente le venderán esos cuchillos bien afilados.

Por tanto, al final, tener un SGC significa tener unos mecanismos que aseguren el cumplimiento de unos determinados requisitos, o dicho de otra manera, que se haga lo que se pretende hacer. Como esta idea puede aplicarse a cualquier ámbito de una organización, no sólo a la obtención del producto final, al final un SGC lo que hace es asegurar el gobierno eficiente de la organización (cosa particularmente relevante en el caso de empresas).

En gestión de la Calidad (GC) se fueron elaborando diversas normativas, conjuntos de procedimientos que expertos en organización y gestión fueron refinando con los años a medida que el propio concepto de Calidad se iba generalizando. Muy notablemente, las normas de la serie ISO 9000 en sus sucesivas ediciones se han convertido en un referente de primer nivel: infinidad de organizaciones siguen la norma ISO 9001 de GC, es decir, han incorporado los requisitos de dicha norma a los de su funcionamiento interno.

Y aquí vamos poco a poco llegando a la corrupción. Algunos de estos estándares internacionales han sido incorporados por diversas organizaciones no sólo como requisitos internos, sino como requisitos exigibles a entidades externas. Por tanto, ya no sólo se trata de que, por ejemplo, una empresa funcione según la ISO 9001 internamente y las compras a proveedores se revisen al llegar éstas a la empresa propia, como el centinela en la garita; antes bien, ahora se hurga en el origen de lo que entra, se revisa al proveedor mismo.

De este modo, el requisito de seguir una determinada norma en el SGC, la ISO 9001 en este caso, se va extendiendo como mancha de aceite por el tejido económico, a través de las incontables relaciones cliente-proveedor.

Quizá aún circule el bulo entre las empresas ignorantes del mundo de la Calidad que dice (según variantes), que un SGC que siga la ISO 9001 debe también exigir seguirla a sus proveedores. Lo cual queda rebatido mediante la simple lectura de la norma, donde no se establece tal cosa. Me da a mí que dicho bulo es producto no sólo de la ignorancia de empresas acerca del tema, que se dejan exigir por otras, sino también de la ignorancia o incluso la deliberada recomendación engañosa de las empresas consultoras que viven de ayudar a otras a implantar SGC, con el afán de engordar la clientela precisamente.

Lo que sí establece la norma ISO 9001 es la certificabilidad, es decir, el que se pueda determinar que una organización se ajusta a la norma. Esto lo permite el que la norma establezca claramente sus requisitos. Precisamente es la certificabilidad lo que permite a unas organizaciones examinar (auditar, en la terminología de Calidad) a otras.

Esto en sí no es malo. Los expertos, con el paso de los años, han elaborado una norma que ayuda a cualquier empresa, u organización de otra clase, a cumplir lo que su dirección decida, a gobernarse mejor en definitiva. Pero la corrupción se empieza a deslizar por medio de la situación ya mencionada de que los clientes demanden de sus proveedores el regirse según una norma de Calidad. Pues aquí se está introduciendo al fin y al cabo la intermediación de la norma como referencia; es decir, estamos dejando que sea la norma la que nos diga lo adecuado que es nuestro proveedor, y por tanto apartándonos del objetivo.

Este apartamiento ocurre en la realidad cada vez que un cliente exige a su proveedor no sólo que le proporcione un producto o servicio según unos determinados requisitos de modo fiable, sino además que se gestione de una determinada manera para lograrlo. Este último no debería ser objetivo de ninguna entidad cliente.

Pues bien, la exigencia de una modalidad de gestión concreta y no de un cumplimiento básico de requisitos es un primer paso hacia la corrupción. Un paso más se da cuando no sólo se exige tener un SGC o adecuarlo a una norma determinada, sino cuando se delega en terceras partes la verificación de dicha adecuación. O lo que viene a ser lo mismo, cuando se demanda una certificación del SGC del proveedor. Así nos apartamos más aún del objetivo verdadero, estableciendo otro intermediario.

Lo peor de todo, que culmina la corrupción de la GC, es que no es el cliente demandante de una certificación el que paga al certificador. Si no estamos acostumbrados a los usos del mundillo, nos parecería de lo más lógico que una empresa interesada en saber si un potencial proveedor cumple con determinados requisitos, pague al especialista en dichos requisitos para que lo compruebe. Ese especialista puede ser personal de la propia empresa, o de una tercera.

Sin embargo, el consenso general en otorgar confianza a esos terceros, a entidades certificadoras como verificadoras de la conformidad de un SGC con la norma, es el mecanismo más atractivo para la comodidad de los potenciales clientes, para que éstos deleguen dichos terceros certificadores. De ese modo, una empresa proveedora puede confiar en que su certificación atraerá a clientes que o bien no sean conscientes de lo que significa realmente un SGC o no puedan permitirse pagar a alguien que de su parte examine a posibles proveedores mediante el expediente de arreglárselas para conseguir un certificado.

Por tanto es a la empresa certificada a quien le merece la pena pagar a un certificador, porque el certificado servirá de bandera que atraerá a muchos posibles clientes. Y éste es el punto central de la corrupción de la que hablamos: el examinador está a sueldo del examinado. Lo cual genera una dinámica de tiras y aflojas entre el cliente que quiere tener un certificado y paga por él y el certificador que debería poder negarlo pero sufrirá asimismo una tendencia a no hacerlo debido al riesgo de perder al cliente. Y hace que los certificados estén garantizados por el pago: pues la certificadora dirá a su cliente, que quiere certificarse, qué tiene que hacer para finalmente pasar el examen. Lo cual, visto desde el punto de vista del concepto de examen que todos tenemos, queda un tanto irregular.

Con todo, no olvidemos que en esto, una vez más, el cliente es quien tiene la razón (la culpa). La abundancia de clientes que, por ignorancia o ahorro, demandan empresas certificadas fiándose ciegamente de las certificadoras es al final el sustrato del que se alimenta todo un mercado de GC. La ignorancia o escasez de medios de las empresas que se quieren certificar han creado también un mercado no de la certificación sino ya de la GC, pagando a consultoras especializadas que se ocupan ellas mismas de dicha gestión.

El ciclo corrupto es el siguiente: existe un ambiente general en el que se considera que tener un SGC certificado da buena imagen. Como los posibles clientes podrían demandar certificados, los posibles proveedores se adelantan a conseguirlos, y para ello pagan primero a consultoras que les “arreglan los papeles” (pues en esto consiste al final en muchos casos la implantación de un SGC y su certificación) y luego a certificadoras que se los evalúan. Una vez certificada la empresa en cuestión, añade el logo de la certificadora a su publicidad (pues no basta con simplemente informar de la certificación).

En el sector servicios, donde la GC es abstracta, es donde con mayor facilidad se llega a este extremo, ya que los servicios prestados, que no son ellos mismos sino un producto abstracto, están más próximos a la abstracción de ese valor que es un certificado. Incluso los más convencidos de la utilidad de un SGC como medio de gobierno eficiente no son capaces de trasladar dicho convencimiento a otros miembros de la organización. Porque nadie sabe demasiado en qué consiste la GC. De hecho, hemos llegado a la deplorable corrupción del término Calidad, que para muchos (especialmente en el sector servicios) significa meramente “formato”. Calidad no es eso: es una gestión eficaz y eficiente.

Las propias certificadoras, que son los expertos supremos en SGC, pueden favorecer dichas superficialidad y confusión si prestan más atención a los papeles que a los hechos, más a los documentos que a los procesos de la organización en sí. Por ello, las organizaciones con una consciencia suficiente de lo que es y para qué sirve un SGC tienden a rechazar las certificadoras teóricas y “documentalistas”, y a buscar a las que tengan una visión práctica, que ayuden a la mejora real de los procesos.

El ciclo virtuoso, auténtico, sería como sigue: una organización reconoce el valor de un SGC que siga un estándar internacional, que ha sido refinado por especialistas a lo largo de muchos años, como ayuda para gobernarse mejor. Por tanto intenta implantarlo en sí misma. Además, considera útil que sus proveedores se ajusten internamente a los requisitos que les pone como cliente, y por tanto audita (examina) a cada uno de éstos por medio de personal propio siempre que lo considera necesario.

Desde luego, esta segunda situación mataría de un plumazo el mercado de la GC, pero tampoco hay por qué ser tan radicales. Las consultoras y certificadoras sí tienen un motivo y un papel. En mi opinión, la adecuada acción de una consultoría como especialista en la GC sería dar el empujón inicial a la implantación de un SGC en una organización comprometida no con la buena imagen sino con el buen funcionamiento interno, con apoyo en la puesta en marcha de procesos de control y en la formación inicial, y después de ello sólo ocasionalmente intervenir para controlar la buena marcha del SGC, por ejemplo con auditorías. Pero el peso de la gestión, cuando el SGC se encontrase ya en “velocidad de crucero”, debería llevarlo la propia organización, empezando por la dirección misma.

Las certificadoras sí tendrían menos papel en este escenario ideal, ya que se dependería menos de la certificación y más de la auditoría directa. Desde luego el que las certificadoras sean pagadas por sus certificados me parece de todo punto irregular, y es algo que el mal ejemplo de la práctica corrupta actual debería llevar a erradicar en futuras revisiones de la norma ISO 9001... si no fuera porque los propios organismos actualizadores de la norma están también implicados en ese inadecuado mercado.

Termino con un par de apuntes. Existe un cliente demandante de SGC y certificaciones que me resulta particularmente impropio como tal, que es el Estado. En diversos ámbitos éste promueve la implantación de SGC en entidades dependientes de él, y luego confía como el que más en certificadoras para evaluar los resultados. El Estado, que se supone debería ser una organización en la búsqueda de la excelencia sin que importasen los intereses económicos, debería tener un papel más activo en este punto y evaluar él mismo a dichas entidades dependientes. (De hecho, en un sentido más amplio, personalmente considero que el fundamental papel del Estado en la economía debería ser no la intervención directa, sino la supervisión, e indicación de situaciones indebidas para su corrección por parte de los propios “infractores”.)

Y tampoco hemos de pensar que todo está podrido. Las auditorías a proveedores por parte de clientes están a la orden del día allá donde a las empresas no les queda más remedio que vigilar el cumplimiento objetivo de los requisitos del producto del proveedor; notablemente en la industria. Pero no hay que olvidar que esto requiere o bien tener a personal propio con capacidad y tiempo para dedicarse a auditorías, o el pago a terceros que lo hagan cada vez que se quiera examinar a un proveedor; lo cual sólo está al alcance de empresas grandes. En el ámbito de la pequeña empresa, el papel de las consultorías para poner en marcha un SGC es necesario.

27/06/2012

Inutilidades del Senado español y posibles utilidades

Es queja habitual que el Senado español, tal como lo tenemos planteado, es un órgano inútil. Hay quienes defienden que, por su redundancia con la composición y funciones del Congreso, es perfectamente suprimible. Comparto la crítica, en los términos actuales de nuestro Senado.
¿Para qué sirve un Senado? ¿De dónde viene? Orígenes y motivos sí tiene. La Historia nos enseña que un Senado es un órgano de antiguos orígenes, surgido en las comunidades que reconocen en la sabiduría que a los mayores da la experiencia un adecuado referente de buen gobierno. Conocemos las asambleas de numerosas tribus en tiempos prehistóricos (pre-alfabetizados), y ya a la luz de la Historia, la Gerousia de Esparta o el Senado romano, institución esta que aporta el nombre genérico. En latín podemos traducir senex “anciano”, de donde senātus “institución de los ancianos”, y de ahí volvemos a la denominación de las personas, senātor, que no significa de nuevo “anciano” sino “miembro de la institución de los ancianos” (fuera anciano en realidad o no).
Hago este pequeño excurso no por deporte etimológico, que tampoco está mal, sino por llamar la atención sobre que esta institución, como todo en esta vida, mutó y evolucionó. Como el cambio en las palabras latinas ejemplifica, el Senado romano experimentó la tendencia a la heredad presente a lo largo de los tiempos en numerosas instituciones, y acabó por consistir en una asamblea de notables representantes de una clase privilegiada. Extintos unos senados y constituidos otros, este carácter conservador del sistema político tradicional se mantuvo por la misma razón.
Cuando frente a dicho cuerpo conservador quedaron conformados los parlamentos o congresos a modo de asambleas nacionales, es decir, de reunión del conjunto de los ciudadanos en igualdad de condiciones mediada por representantes, se habló de cámara alta (la de los privilegiados o clases dirigentes, el senado) y de cámara baja (la del conjunto de la nación, donde el pueblo llano tenía mayoría).
Pues bien, en lo dicho hasta ahora estamos ya apuntando la primera de las funciones de los senados, a saber: revisar y moderar las decisiones de los representantes de la nación. Dentro del marco adecuado y bien utilizada dicha capacidad, es una virtud indudable, pues permite evitar los peligros de los ríos revueltos políticos.
Esta función de moderación se puede desempeñar cuando los senadores son gente cualificada, lo cual establece una de las cualidades deseables en un senador: el mérito. Como hemos visto, en un principio el mérito se consideraba que venía conferido por la experiencia, y luego que se heredaba; en los tiempos actuales, otros criterios se pueden determinar. La Cámara de los Lores británica es modelo de esta clase de senado y ejemplo de su evolución.

El tipo de senado descrito hasta ahora es sólo uno de los dos habituales. Existe otro modelo, el territorial, típico de estados federales, en el que cada parte componente de la federación tiene asignada una representación. El inicial Senado de los Estados Unidos y el actual de Alemania son buen ejemplo de esta clase. En el fondo de la existencia de este tipo de senado subyace el mismo motivo profundo que en el otro caso, que podemos llamar senado de notables: el moderar las decisiones de la cámara baja mediante la sobrerrepresentación de las minorías. En el caso del senado de notables la minoría es la clase privilegiada; en el del senado territorial, las partes del territorio nacional con menos población (es decir, la población menos concentrada). Por cierto que el Senado español aspira a ser de esta clase (cf. artículo 69 de la Constitución Española vigente), sin hasta ahora haberlo logrado por su sumisión constitucional al Congreso.

Pero he aquí que las propias cámaras bajas se fueron asentando y adquiriendo una tradición, y dejaron de tener un carácter revolucionario y por tanto perdieron el inicial riesgo de inestabilidad política. Empezaron a ser lo suficientemente moderadas ellas mismas como para que los senados se fueran haciendo irrelevantes. Y más aún cuando en las cámaras bajas los representantes son elegidos territorialmente, como en el caso de España. De ese modo, los senados se volvieron, como decíamos al principio, suprimibles, y suprimidos han sido en muchos sistemas que han optado por el unicameralismo.
Por resumir, si no hay diferencias entre las cámaras baja y alta, ésta, que siempre tiene menos poderes que aquélla (dado el consenso sobre que una cámara de representación igualitaria ha de ser la autoridad legislativa suprema de un sistema político) corre el riesgo de volverse redundante y superflua. Eso ocurre en España, donde las diferencias fundamentales entre Congreso de los Diputados y Senado es que en aquél las listas electorales son cerradas (se votan listas) y en éste abiertas (se vota a personas) y que existen senadores designados por las autonomías. Por lo demás, el Senado es básicamente un duplicado del Congreso que rumia leyes y retrasa su aprobación por el Congreso, que tiene siempre la última palabra.

En este escenario y después de todo lo dicho arriba, quiero apuntar una serie de características que harían de un Senado una institución no redundante y por lo tanto útil, refiriéndome particularmente al ejemplo español:

1) Diferente criterio de asignación de escaños. Según lo dicho arriba, un criterio para la designación de senadores es el mérito, en contraste con la elección de los diputados. Por tanto podríamos no contentarnos con la mera diferencia en el modo de votación que ahora existe. Se podrían establecer reglas que asignasen escaños automáticamente, en la idea de que la representación territorial no es sino un caso particular de representación de minorías, como hemos dicho arriba (puede haber múltiples representaciones sectoriales, técnicas, etc.).
Estos cargos por méritos podrían venir por varias vías, que tienen ejemplo en las de nombramiento de los Consejeros de Estado, por ejemplo:
a) Ex altos cargos (presidentes del Gobierno o de autonomía, alcaldes, gobernadores y directores varios, etc.). Si se tratase sólo de los más veteranos, se añadiría un atractivo a la no perpetuación de dichos cargos y el relevo incluso dentro de un mismo partido, ya que podría resultar interesante desplazar a senadores de partidos rivales dejando a un compañero del partido propio en el cargo anterior.
b) Senadores natos, es decir, que lleven el escaño aparejado a otro cargo al que accedan por otras vías (presidentes o directores de academias; líderes de organizaciones no estatales de gran implantación, como sindicatos, patronales, religiosas, etc.), a los que se podría exigir por ejemplo que fueran elegidos democráticamente en sus respectivos cargos.
c) Nombrados por otras instituciones (Gobierno, Congreso, etc.), como los actuales regionales. Aun así se les podría imponer la restricción de tener que cumplir los requisitos de los apartados anteriores.

2) Permanencia: si a los escaños del Senado se accede por méritos, huelga disolver esta cámara por elecciones; de hecho nunca se disolvería: el Senado sería una cámara permanente. Esto ofrecería una continuidad institucional. Y haría menos necesaria una Diputación permanente.

3) No redundancia en la representación territorial. Actualmente, la representación territorial diferenciada es el nombramiento de senadores autonómicos; los elegidos son altamente redundantes con los diputados. Aun así no deja de ser igualmente redundante el que en lugar de ser elegidos directamente por el electorado, determinados senadores lo sean por asambleas a su vez también elegidas por el electorado, si no sustituyen al menos en algún caso a dichas asambleas. En cambio, el que algunos representantes territoriales fueran por ejemplo ex presidentes como hemos dicho en 1) sería un modo de representación territorial no duplicado del Congreso, a la vez que garantizaría que la alternancia política tuviese un reflejo en el Senado y proporcionase un mecanismo más de moderación.

4) Competencias exclusivas. Aunque el Congreso se mantuviese como instancia suprema en la elaboración de leyes, al Senado cabrían algunas decisiones exclusivas, por ejemplo particularmente algunas que añadirían sentido territorial a esta cámara: armonización o veto de legislaciones territoriales, funcionamiento como comisión que modifique las competencias regionales según se considere necesario; incluso compartiendo o asumiendo algunas de las decisiones que hoy corresponden al Tribunal Constitucional, particularmente en cuanto a conflictos de competencias. Aparte de ésas, por supuesto otras competencias exclusivas que le fuesen atribuidas por leyes particulares.

5) Iniciativa legislativa exclusiva en el caso de determinadas leyes que se considere acorde con el carácter de cámara de méritos (por ejemplo algunas de carácter territorial), aunque finalmente se remitan siempre al Congreso.

6) Función moderadora de las decisiones de otras instituciones. La función tradicional de moderar al Congreso adquiere mayor valor por la no redundancia en los nombramientos de Diputados y Senadores. Se podría añadir un punto de funcionalidad haciendo que sólo las leyes de mayor rango tuvieran obligatoriamente que pasar por el Senado, y las demás sólo en caso de solicitud expresa de dicha cámara. Además, podrían servir como cámara crítica con otras instituciones además del Congreso.

Además se podrían eliminar otras duplicidades o crear lazos con otras instituciones:

7) Función consultiva. Si los mencionados criterios de nombramiento al Senado se replican en el Consejo de Estado, eliminamos una redundancia más fusionando ambas instituciones y convirtiendo al Senado también en el supremo órgano consultivo del Gobierno central (y otros).

8) Y ya que hablamos de fusionar e interrelacionar instituciones, por supuesto en busca de más checks and balances, podríamos, inspirándonos en la relación que algunos senados tienen con la jefatura del Estado en algunos sistemas (por ejemplo en Francia, donde el Presidente del Senado puede ser Presidente interino de la República; o Estados Unidos, donde el Presidente del Senado es el mismo Vicepresidente de la nación) ligar más íntimamente el Senado y la Corona, ya que no sólo se implica a una parte del Legislativo (Senado) con una del Ejecutivo (donde se puede clasificar la jefatura del Estado), sino que también corresponde al hecho de que ambas serían instituciones de mérito y permanentes. Por ejemplo:
a) Haciendo del Rey o, de ser el caso, de un miembro habilitado de familia real, el propio presidente del Senado (aunque, como en los Estados Unidos, no tuviese voto excepto para deshacer un empate).
b) Con competencias exclusivas que afecten a la Corona (por ejemplo presupuesto o regencia).
c) Sirviendo como lugar de consultas o de proclamación del Presidente del Gobierno.

Todo lo expuesto muestra claramente que, si se considera que el estado y competencias actuales del Senado español lo hacen superfluo (excepto a los ojos de los parlamentarios mismos), existen sin embargo motivos sobrados, o al menos más enjundiosos que las vaguedades actualmente aducidas para defender su existencia, que pueden hacer útil una cámara de méritos. La alternativa es el camino más sencillo de fundirlo con el Congreso, de optar por el unicameralismo.

Nota: se puede hacer un buen repaso de diferentes sistemas políticos de Occidente en: Badía, J. F., Regímenes políticos actuales, Tecnos, Barcelona (1995).

Nota a 22/07/2021: se encuentra una propuesta más fundada y con más conocimientos que los míos en Blanco Valdés, R. L., Nacionalidades históricas y naciones sin historia, Alianza Editorial, Madrid (2005).

13/03/2012

Reforma electoral: moción de censura y elección del Presidente

Según la norma de elección de candidatos a la Presidencia del Gobierno descrita en la anterior entrada, vamos a ver los diferentes escenarios que se abren dependiendo de la proporción de escaños que hayan correspondido, tras unas elecciones parlamentarias, a un partido determinado, desde el punto de vista de éste. Para ello abreviaré con iniciales los siguientes grupos de escaños: el Total de los de la cámara electora (T), los Propios del partido en cuestión (P), y éstos separados en los Mínimos necesarios (M) para asegurar que uno de los diputados propios sea uno de los dos más votados para candidatos a Presidente del Gobierno, y los Sobrantes (S) por encima del mínimo que se pueden reservar para contrarrestar mociones de censura. Y empezamos:

CASO 1: Mínimo necesario para asegurar que uno de los candidatos a Presidente sea propio.
Para lograrlo el partido necesita que su candidato sea al menos el segundo más votado, lo cual se produce con un tercio de los diputados. Aunque un partido no vote con más de ese mínimo, lo más que pueden hacer los demás partidos juntando votos en otros candidatos es conseguir que sólo uno lo iguale o supere en votos, pero nunca dos o más. Inversamente, los partidos que no pueden aupar a su candidato como uno de los dos primeros (en caso de tener a los demás partidos en contra) es el que no alcance ese tercio de diputados.

CASO 2: Partido con más de un tercio de los diputados.
En caso de que el partido tenga exactamente un tercio del Total (T/3), necesita los votos de todos los diputados propios (M = T/3). Pero si tiene más de un tercio, entra en juego el concepto de los diputados que hemos llamado Sobrantes (S), pues es obvio (suponiendo la disciplina de partido que conocemos de nuestra vida parlamentaria) que éstos no votarán a un candidato opuesto al principal de su partido. Por tanto, el mínimo necesario no es un tercio del total, sino del total quitándole los sobrantes propios. Por ponerlo más clara y algebraicamente y en términos de los diputados totales y propios:
M = (T - S)/3 -> 3M = T - S -> 3M + S = T -> 2M + (M + S) = T -> 2M + P = T -> M = (T - P)/2
Con esta última expresión se obtiene por supuesto que cuando P = T/3 -> M = T/3 (= P).

CASO 3: Partido con dos tercios de los diputados o más.
Esta situación, que me aventuro a calificar de casi inaudita entre las verdaderas democracias, que implica un apoyo popular verdaderamente arrollador, significa que el partido mayoritario tiene escaños suficientes para votar no sólo al segundo candidato, ni sólo al primero siquiera, sino a ambos, primero y segundo, lo cual le permite al final escoger directamente al Presidente y, bajo el sistema expuesto en la anterior entrada, bloquear cualquier posibilidad de moción de censura. Frente a la situación actual, en que p.ej. el 45% de votos populares puede otorgar el 53% de escaños y por tanto elegir Presidente y bloquear mociones de censura, este límite más alto, el 67% de votos populares (con una representación proporcional), parece más que aceptable.
Por cierto que para la elección de candidatos presidenciales el límite de tener la mitad de los diputados, la mayoría absoluta, no es una situación cualitativamente diferente de la de estar algo por debajo, ya que nunca se podría evitar que los grupos minoritarios reuniesen los votos suficientes para presentar un candidato alternativo.
Ahora bien, considerando la situación de apoyo masivo de la ciudadanía que acabamos de hipotetizar, cabe plantearse lo siguiente: ¿qué sentido tiene organizar unas elecciones presidenciales cuando los dos candidatos son de la misma tendencia o, dicho de otro modo, uno de los candidatos puede ser un simple instrumento para la mayor victoria del otro? En esta situación podría directamente preverse que, si uno de los candidatos da su apoyo al otro, no haga falta recurrir a la elección directa por parte de la nación.
Aunque eso me lleva a otra posible alternativa al sistema actual, que seguiría lo mencionado en la opción 2) que planteaba en mi entrada primera acerca de este tema, a saber: que para la elección del Presidente del Ejecutivo se tengan en cuenta los votos emitidos en las elecciones al parlamento, pero con un cómputo mayoritario diferenciado del que atribuye los escaños. De esa manera se podría garantizar que, respondiendo a sus naturalezas respectivas, el Legislativo sea tan plural como los votos de los ciudadanos y el Ejecutivo lo más monolítico posible.
Pues bien, para resolver todo con una única elección, establecer la relación de fuerzas tanto para el Legislativo como para el Ejecutivo y mantener vinculadas ambas, el modo puede ser el mencionado de tener en cuenta los votos emitidos pero aplicar unos criterios muy restrictivos para favorecer a los partidos mayoritarios, que lógicamente son los más legitimados para ocupar el Gobierno. Criterios como los ya utilizados para otorgar escaños a los partidos según el sistema español (del que hablaré en una entrada posterior), por ejemplo:
  • Tener en cuenta los votos de sólo los partidos más votados (los tres, cuatro o cinco más votados, o los que superen un determinado porcentaje, por ejemplo).
  • Atribuir, en base a esos votos, a cada uno de esos partidos “escaños virtuales” o puntos según un sistema favorecedor de mayorías, por ejemplo el D’Hondt, y sobre un número bajo de puntos totales (por ejemplo 15 ó 20, para favorecer más aún a los mayoritarios).
  • Que los respectivos “candidatos a la Presidencia del Gobierno” se reúnan para votar al Presidente del Gobierno por mayoría absoluta en el cómputo de dichos puntos.
Este sistema de "junta" de candidatos atendería además a otro proceso que también ha alterado subrepticiamente los procedimientos previstos para la elección del Ejecutivo por parte del Legislativo: el que en unas elecciones legislativas existan “candidatos a la presidencia del Gobierno”.
Fijémonos en algo que hemos visto en Europa en los últimos años: habitualmente se considera como un proceso claro y legítimo el que un presidente del Gobierno sea elegido a continuación de unas legislativas nacionales por el Parlamento correspondiente, y sin embargo se ha considerado repetidamente algo lejano al pueblo y menos democrática que lo anterior la elección del Presidente de la Comisión Europea por el Parlamento, o las recientes elecciones de presidentes del Gobierno en Grecia e Italia.
En mi opinión uno de los motivos de esa negativa consideración es que en estos últimos casos no hay un candidato oficioso (es decir, previo a la constitución del Legislativo) a la Presidencia del Gobierno. Por el simple hecho de haberlo, aunque no tenga ninguna naturaleza legal, las cosas están más claras. Con una junta de candidatos, se daría naturaleza legal a dicha figura y se aceptaría y aclararía el hecho de que haya candidatos presidenciales en unas elecciones legislativas.

09/03/2012

Reforma electoral: y moción de censura

Según lo comentado en la anterior entrada, he aquí una propuesta basada en huir de la fusión entre Ejecutivo y Legislativo, buscando la separación según los siguientes principios:
1) que la última palabra en la elección y destitución/censura del Gobierno la tenga el cuerpo electoral en una elección directa; y
2) que, por tanto, los votantes al Legislativo no lo hagan pensando en la necesidad de construir mayorías polarizadas que apoyen a sendos candidatos a Presidentes del Gobierno, sino en sus ideas personales y en qué lista las representa mejor, pues ése es en definitiva el sentido de este Poder.
Estos dos principios se consiguen con un único cambio respecto a la situación actual de España: que el Congreso de los Diputados/Parlamento no escoja a un único individuo como Presidente del Gobierno, sino a dos candidatos, los dos más votados por el Parlamento, entre los que el conjunto de electores elija en una segunda vuelta.
Se combinan así los procedimientos más habituales para unas elecciones legislativas y presidenciales. Junto a las virtudes de la elección directa del Presidente, también estoy implícitamente considerando útil la intermediación parlamentaria en la elección de candidatos, que favorece una estabilidad en el sistema de partidos, frente a las elecciones con candidaturas abiertas y segunda vuelta, que puede producir un aglutinamiento de los partidos más circunstancial, más orientado al “asalto” de unas elecciones presidenciales.
Con esto se evita también la necesidad de que cada acción del Gobierno dependa de una mayoría parlamentaria: el Gobierno es Ejecutivo y debe poder actuar con rapidez dentro de sus competencias. Tampoco sería necesario así que un Gobierno se asegurase la obediencia monolítica de una mayoría absoluta parlamentaria previamente a su elección que convierte al Legislativo en un paripé, entre otras razones porque aún no puede dar por hecha la elección, que corresponde al pueblo.
También se evitan disfunciones como la tradicional “cohabitación” francesa, en que la Presidencia de la República y el Gobierno podían pertenecer a partidos opuestos; se mantienen en definitiva lo que creo son virtudes de la sintonía entre una y otra institución. Lo veremos también en el análisis cuantitativo que se puede extraer de la norma arriba mencionada, que haré dentro de dos entradas del blog.
Por ahora sólo recalcaré lo que he mencionado arriba de pasada: que este principio en mi opinión estaría bien aplicarlo a la votación de una moción de censura también; es decir, que aunque ésta procediera del Parlamento como es habitual, hubiera de ser aprobada o rechazada igualmente por la ciudadanía, optando entre el Presidente en el cargo y un candidato alternativo presentado por la moción (la llamada “moción constructiva”). Sobre las condiciones de aprobación de la moción de censura me extenderé en la siguiente entrada del blog.

A la hora de considerar la moción de censura, teniendo en cuenta el sistema de elección presidencial anteriormente descrito no tendría sentido en mi opinión que fuese una votación exclusiva del Parlamento, en especial si se tratase de una moción llamada constructiva, que obliga a la presentación de un candidato alternativo al presidente vigente (y desde mi punto de vista éste sería el objetivo fundamental de la propuesta, con el que se podrían mantener usos adicionales como el de plantear un debate general respecto al Gobierno y otros). Entre otros motivos, si la moción conlleva la propuesta de un candidato alternativo, sería teóricamente posible que una cámara con mayoría de la oposición derribase a un gobierno perteneciente a un partido con mayoría minoritaria pero que ha sido el elegido por la nación.
Por tanto, la moción de censura, además de las funciones más bien estético-propagandísticas que tiene actualmente, consistiría en la reactivación del proceso de elecciones presidenciales en que los dos candidatos serían el presidente en el cargo y el alternativo propuesto por la moción.
A partir de aquí se pueden establecer varias condiciones que contribuyan hasta cierto punto a proteger al Presidente elegido en primer término, en las elecciones presidenciales ordinarias, frente a las mociones de censura, para garantizar mayor estabilidad al Gobierno:
  1. Que la moción, para poder tanto ser presentada como triunfar en las urnas, deba superar un cierto porcentaje de apoyo. Actualmente éste es simplemente el 50% de diputados, y en el modelo propuesto la elección presidencial se ganaría sobrepasando ese mismo 50%, al haber sólo dos candidatos. Para aportar la mencionada estabilidad, se podría por ejemplo obligar a que tanto el porcentaje de diputados que la presenten como de votos de apoyo obtenidos en la votación popular haya de superar el mayor porcentaje de apoyo, entre Parlamento y elección directa, obtenido por el Presidente en el cargo.
  2. Ahora bien, para que tan sólo la moción pueda al menos ser presentada por el Parlamento, y teniendo en cuenta que el Gobierno puede pertenecer a un partido con casi el 50% de Diputados y por tanto éstos podrían bloquear la presentación de una moción, puede establecerse la condición adicional de que los diputados que hayan apoyado al candidato victorioso en las elecciones presidenciales ordinarias, así como los que hayan presentado una moción de censura con un candidato alternativo luego rechazado por los votantes, queden fuera del número de diputados hábiles para presentar o apoyar una moción.
De este modo se garantizaría que una oposición fuerte tuviese fácil presentar una moción contra un Presidente que tenga poco más del 50% de apoyo, ya que los diputados que lo hubieran votado no contarían para presentar la moción y la oposición sería mayoría entre el resto de diputados. Pero al mismo tiempo se lo tendría que pensar mucho y presentarla cuando crea que el pueblo demanda el cambio de Gobierno, porque si el pueblo rechaza al candidato alternativo, los diputados que lo hayan presentado quedan también inhabilitados para presentarla de nuevo (como actualmente ocurre) y probablemente esa oposición no vuelva a tener opción de presentar una moción en el resto de la legislatura.
Como vemos, todo ello resulta en la práctica en unas circunstancias no muy diferentes de las que actualmente rigen las mociones de censura, con la virtud clave, en mi opinión, de que la decisión final está siempre en manos de los ciudadanos.

En la siguiente entrada jugaré un poco con la matemática parlamentaria derivada de esta propuesta.

27/12/2011

Debate sobre la reforma electoral en España

El sistema político español, como toda obra humana, adolece de defectos. Varios de ellos confluyen en una situación muy evidente, a saber: que en la práctica, el poder ejecutivo y el legislativo no están separados. Quiero explicarme: no es que dicha fusión sea mala en sí (quién sabe si pudiera existir un sistema magnífico en el que sin embargo estuviesen en efecto unidos); lo que es malo son los susodichos defectos.

En esta y venideras entradas quiero reflexionar (humildemente desde mi situación de lego en ciencias políticas) acerca de dos de esos defectos que en mi opinión contribuyen a la indistinción entre legislativo y ejecutivo produciendo una mejorable elección del Presidente del Gobierno: el sistema electoral y la elección indirecta (por el Congreso) del Presidente.

Empiezo por la elección presidencial. Una de las pocas intervenciones con sus consiguientes respuestas que se han producido en el reciente debate de investidura del nuevo Presidente del Gobierno de España ha sido el intercambio de argumentos entre éste y la líder de Unión, Progreso y Democracia.

UPyD defiende la modificación de la ley electoral vigente con el objetivo de producir una representación parlamentaria más fiel a la distribución de ideas políticas de la población. En su contra, el argumento de más peso que el candidato Rajoy dio fue de conservadurismo y conformidad con el sistema vigente, un no reformismo en este caso. Más aún, previamente a la campaña electoral, desde el Partido Popular llegó a hacerse una propuesta alternativa, de reducir de 350 a 300 el número de diputados, justo al contrario de lo propuesto por UPyD, que defiende el aumento hasta el máximo constitucional de 400.

En general, quienes defienden el actual sistema representativo español, que en definitiva favorece la creación de grandes partidos, argumentan no sin razón que dicha representación en bloques contribuye a la estabilidad del Gobierno de turno.

Por el contrario, los que buscan una mayor proporcionalidad esgrimen el evidente desajuste que existe cuando se comparan las representaciones parlamentarias de los partidos medianos, entendidos éstos como los que obtienen representación pero muy minoritaria (es decir, todos menos los dos mayores).

Una y otra postura no se pueden entender sino dentro del esquema actual español en que el Ejecutivo y el Legislativo están en la práctica fusionados (por no hablar de otras instituciones del Estado). El nombramiento del Presidente del Gobierno se produce cuando un candidato ha asegurado una mayoría en el Congreso de los Diputados, momento a partir del cual se ha acabado el juego parlamentario más decisivo. A partir de ahí, lo mismo da que una ley la elabore el parlamento o delegue la tarea en el Gobierno, mientras que por otro lado las capacidades del parlamento de controlar efectivamente al Gobierno mediante moción de censura desaparecen.

Pero si por el contrario hubiese una representación proporcional de las ideas de los ciudadanos y por tanto un parlamento diverso, estaríamos en una inestabilidad gubernamental a la italiana, situación que indudablemente es indeseable.

Dentro de esa situación de fusión de Ejecutivo y Legislativo, se pueden considerar varios escenarios dependiendo del poder relativo que tenga éste respecto a aquél:
Un Legislativo plural del que dependen el nombramiento y continuidad del Ejecutivo, que domina la vida política. En este caso hay riesgo del defecto de la jaula de grillos a la italiana.
Un Legislativo mayoritario que es decisivo sólo en el juego de la aritmética parlamentaria.
Un Legislativo con influencia parcial en la acción del Ejecutivo. Si el Legislativo careciese de competencias importantes, con este caso estaríamos en una situación de casi dictadura.
Un Legislativo que sólo debate, pero al que el Ejecutivo puede vetar o incluso forzar. Decididamente es una dictadura.
Un Legislativo que no existe.
Con este listado pretendo hacer ver que no existe la deseable separación de poderes entre los dos de los que estamos tratando cuando se confunden las funciones de uno y otro.

En definitiva, las mejoras que se hagan en la elección y funcionamiento del Ejecutivo y el Legislativo han de partir del principio básico de que uno y otro poder tienen naturalezas y responden a necesidades diferentes:
El Legislativo es la representación popular que determina las normas por las que se rige la nación, por ello ha de reflejar fielmente las ideas de ésta y ha de ser no sólo tan plural como ella, sino que de alguna manera los representados han de poder pedir cuentas a sus representantes y transmitirles propuestas directamente para que ellos las tramiten.
El Ejecutivo ejerce el liderazgo de la nación, es el gestor de esa asociación establecida por ella que se llama Estado, y por por evidentes motivos de eficacia ha de ser monolítico y tener un mando claro (lo cual es de hecho uno de los motivos y atributos más antiguos de la monarquía).

Teniendo eso en cuenta, las propuestas que se hagan para mejorar la representación han de partir del principio de separación entre Ejecutivo y Legislativo en dos aspectos: el de la elección y deposición del Gobierno (dejando aparte la elección de los ministros) y el de la separación de funciones entre Gobierno y parlamento en el día a día (las leyes para el parlamento, la gestión para el Gobierno).

En cuanto a la elección del Presidente del Gobierno, puede proponerse una gradación de métodos según la dependencia del Ejecutivo respecto al Legislativo, por ejemplo:
  1. Por mayoría parlamentaria. El sistema español sigue esta norma, con la distorsión que produce en la elección de representantes: los votantes tienden a escoger pensando en otorgar mayorías y no en los partidos que más se acercan a sus propias ideas (“voto útil”) y el sistema de asignación de escaños no es proporcional. Además, se habla de candidatos a la presidencia durante la campaña electoral cuando aún no existen, ya que es otra institución la que los nombra (p.ej. el jefe del Estado o el parlamento constituido).
  2. Según los votos emitidos en las elecciones al parlamento, pero con un cómputo mayoritario diferenciado del que atribuye los escaños.
  3. Por votación directa del cuerpo electoral entre candidatos propuestos por el Legislativo resultante de unas elecciones generales.
  4. Por votación directa del cuerpo electoral entre candidatos independientes del Legislativo. Este otro extremo es el sistema presidencialista típico, cuyos defectos son la debilidad del sistema de partidos y las opciones que se da a candidatos de minorías no representativas pero cohesionadas frente a los de mayorías divididas entre varios candidatos.
Para la deposición del Gobierno mediante una moción de censura la gradación es la misma; la diferencia estriba en que se requiere la iniciativa activa de alguna parte, sea una institución del Estado (no tiene por qué ser el Legislativo) o directamente una iniciativa popular.

En próximas entradas propondré algunos posibles sistemas encuadrados en varias de las opciones que acabo de mencionar.

06/12/2010

Ejemplo de evaluación para ciencias en ESO

En los últimos días, según estoy dedicado a estudiar desarrollo psicológico y didáctica, he maquinado un sistema de evaluación pensado para las asignaturas de ciencias de la Educación Secundaria Obligatoria, particularmente la Física y Química que serían mi especialidad, y que me gustaría poder llegar a implantar. La publico para que cualquier otro docente la aproveche o por el contrario vea que no es tan original, o que no es para tanto.
La propuesta trata de superar las limitaciones del método tradicional y más usado de impartir clases con el objetivo de superar un examen y plantear éste como método casi único de evaluación.
La idea motora inicial ha sido mi tradicional rechazo al aprendizaje memorístico (tradicional desde que he nacido, quiero decir, a pesar de haber sido un buen alumno en las enseñanzas primaria y secundaria); tengo claro y comprobado en mí y en otros que de lo que más se aprende, incluso de lo que más se acaba memorizando, es de aquello a lo que uno se acerca con interés. El memorístico acaba ofreciendo una posada demasiado cómoda en el viaje hacia el aprendizaje profundo, hasta el punto de que muchos ya no van más allá de ella.
La construcción de este modelo ha sido movida por ese rechazo y teniendo en cuenta que la ESO, por muy 4º que sea, todavía es la parte de enseñanza que el Estado considera básica, de “cultura general” y común para todo el mundo, y por tanto ha de estar radicalmente enfocada a cómo los alumnos a lo largo de su vida (y no sólo académica) van a topar y necesitar de los conocimientos que la asignatura les aporta. No se puede dar por supuesta o adelantar una orientación hacia el Bachillerato, un ciclo formativo, la vida laboral directa o cualquier otro posible futuro para el alumno, porque la materia y el modo de manejarla ha de valer para todas ellas y además, siempre, para la vida cotidiana.
Otra idea general que me ha movido es que la evaluación de un aprendizaje profundo frente a la de uno superficial o estratégico implica un cara a cara, es decir, evaluar lo que el alumno sea capaz de mostrar en persona. No se trata, como se podría pensar, de establecer unos criterios para la nota final y pasar a todos los alumnos por un examen individual para asegurarse de que no copia de un compañero, de un libro, de Internet, o se lo hace el profesor particular; sino de fundamentar la evaluación en los aspectos, actividades, puntos, etc. en que el alumno demuestre que ha avanzado en su conocimiento de la materia, no sólo en un examen, sino en trabajo en clase, atención y preguntas fundamentadas, curiosidad propia, etc.
La Física y Química que me ocupa implica con todo, aun en esa vida cotidiana, una capacidad mínima de hacer números y “cuatro cuentas”. Nada complicado, lo justo para ser capaz de manejarnos mínimamente con la etiqueta de un producto de limpieza, cuánto tardaremos en llegar a tal sitio a tal velocidad cuando vamos por la autopista, o si determinado material flota en agua, por poner ejemplos de lo más común y pedestre. Esto obligaría a disponer una evaluación tradicional en un examen pero de ejercicios simples casi idénticos a los hechos en clase; una parte obligatoria necesaria pero no suficiente para superar la asignatura.
La parte que completaría la calificación de la evaluación sería una variedad de opciones a disposición del alumno a lo largo de cada trimestre, como muestra el esquema:


Los máximos indicados en el caso de puntuaciones que se obtienen mediante un número indeterminado de actividades (problemas encerado, temas breves, preguntas, actividades alternativas en conjunto) son el tope de puntos que puede obtener el alumno mediante una acumulación indefinida de las mismas. Por otro lado, como se ha dicho en clase, un modelo de este tipo obligaría al profesor a tener un control constante de los trabajos y progresos de cada alumno; su punto más débil es esa necesidad de una organización muy exhaustiva.
Las aportaciones de este ejemplo de evaluación están en las alternativas que ofrece al alumno, le da protagonismo al permitirle conseguir los puntos en lugar de que le sean simplemente atribuidos por la corrección del profesor, el énfasis que pone en el trabajo día a día teniendo en cuenta de modo efectivo el trabajo hecho a lo largo del curso, no sólo en atracón para el examen, y en plantear actividades similares a lo que podría encontrar en la vida diaria (problemas básicos, curiosidades, búsqueda de información, trabajo en grupo).
Un punto clave sería desde luego que habría que afinar bien los conocimientos y temas evaluados, ajustándolos tanto al contenido curricular como a la vida cotidiana lo más posible.
Dejando de lado la cuestión de la idoneidad de una calificación aritmética y aceptando este estricto carácter (que lo que hace es desmenuzar la calificación en muchas menores), se pueden comprobar varias cuestiones:
  • No es posible aprobar sólo con la parte básica, pero tampoco sin hacer nada de ésta.
  • No es posible obtener máxima calificación sólo con el examen (4 pt. básica + 4,5 pt. niv. medio y difícil = 8,5 pt.). El alumno que aprovechase sólo esta vía (que es la tradicional y por otro lado más orientada al Bachillerato) necesitaría al menos hacer algo en las vías alternativas obligatorias (investigación de grupo e informe de prácticas) para redondear su calificación.
  • Los alumnos podrían llegar al examen con mucha parte de la nota ganada; de hecho, cuanto más fuesen trabajando durante el trimestre, menos necesitarían para el examen, porque la parte básica de éste es de menor dificultad que las alternativas, particularmente sería una versión light de los problemas de clase. Además, saben que a la hora del examen siempre van a tener oportunidad de sumar con los dos problemas de nivel superior.
  • Aunque no hubiese tiempo para que todos los alumnos realizasen todas las alternativas, la idea es que se puede organizar el tiempo en clase para llegar a las puntuaciones máximas por varias de ellas.

04/12/2010

Barreras entre gallego y castellano

Soy de los que consideran que en Galicia no existen núcleos monolingües ni barreras comunicativas entre gallego y castellano, esto es, entre hablantes preferentes de una u otra lengua; los estudios dejan claro que en Galicia son clara minoría los que sólo hablan una de las dos.
Más aún, en múltiples aspectos gallego y castellano funcionan (es decir que son utilizados) como variantes de un único sistema, lo cual es ejemplificado por situaciones como que los hablantes de una de las lenguas saltan a la otra para aportar matices al discurso (lo que no podría ocurrir si para ellos fueren dos códigos equivalentes diferentes), o que hablantes de gallego usan el castellano en registros en los que sin embargo muestran dificultades con el gallego normativo, llegando incluso a rechazar que se use con ellos.
La proximidad entre gallego y castellano se fundamenta no sólo en la proximidad de los rasgos lingüísticos sino también en el hecho de que todos los hablantes de aquél son competentes en éste al nivel al que lo puede ser cualquier otro castellanohablante. En Galicia, gallego y castellano están profundamente interpenetrados; me remito a entradas anteriores del blog para más detalles; baste aquí recordar que tal proximidad es creciente, hallándose el gallego común (no normativo) en proceso de fusión con el castellano (que en Galicia, como es natural, también vive la influencia del gallego). Podría llamarse “reintegración” igual que la pretendida por algunos con el portugués, pues en su día también gallego y castellano fueron la misma lengua. La intercomunicación, que algunos se empeñan en considerar imposición, favorece dicho proceso; es una simple cuestión de inercia entre una lengua hablada por 2,5 millones de personas y otra por 200 veces más (entre ellos los hablantes de la primera) que el resultado final sea más próximo a la última.
En la medida en que se mantengan como diferentes, la mera intercomunicación determina que hoy se mantenga la tendencia de uso a favor del castellano, incluso después de décadas de defensa del gallego que lo han justamente dignificado y han relegado al ridículo actitudes antiguas que le asociaban de modo general connotaciones negativas (la consulta de la Xunta en 2009 sobre la lengua en la enseñanza muestra claramente que los padres defienden que sus hijos aprendan gallego más favorablemente a lo que determinarían los porcentajes de uso preferente que hacen del castellano). Los medios por los que se podría preservar la separación entre una y otra lengua serían la separación de las dos comunidades de hablantes (imposible porque habría que tronchar, en el significado culto del término, a la mayoría de gallegos) o hacer el esfuerzo de mantener la distinción entre los dos códigos lingüísticos, en cuyo caso nos mantenemos en el equilibrio inestable que ya he descrito.
La opción de la diferenciación es la tomada por las autoridades lingüísticas del gallego en la elaboración de la normativa, frente a la tendencia integradora con el castellano de la mayoría de gallegos, y es la única fuente de algún problema (mínimo, con todo) que he encontrado en mi experiencia personal con alumnos y programaciones de enseñanza básica y media, a saber: el vocabulario extraño. Es un problema mínimo porque es una cuestión de simple traducción; no hay una auténtica separación de conceptos, de significados, como he explicado, entre otros motivos porque el lenguaje utilizado trasluce que los propios autores de los libros de texto son en muchas ocasiones ellos mismos castellanohablantes. El problema de las “palabras raras”, que son mayormente vocabulario técnico, es el mismo para alumnos gallegohablantes como castellanohablantes, pues el estándar que ambos utilizan en la vida diaria es el común de España, no el normativo de la RAG, y produce pequeñas lagunas de léxico especializado.
La cercanía y fusión entre gallego y castellano vuelve completamente absurdo y contraproducente todo esfuerzo por levantar barreras entre una y otra lengua, estando en mi opinión en condiciones de ser tratadas como una sola, como según digo ya hacen muchos gallegos. Henrique Monteagudo recalca en el artículo que menciono (p. 51) la posibilidad de utilizar cualquiera de las dos lenguas incluso en la primera enseñanza, pero paralelamente, de acuerdo a una intención intervencionista en las vidas de los escolares, sostiene en las pp. siguientes que el gallego debe recibir trato de favor.
Uno de los argumentos que expone el autor para defender dicho trato es que considera que el gallego todavía es minusvalorado y sufre prejuicios por parte de la sociedad (que por otro lado es su propietaria), incomprendiendo una vez más que en el entorno social y económico de cualquier gallego, objetivamente la pura utilidad pragmática pone primero al castellano y a continuación al inglés; la del gallego reside sólo en su cercanía al castellano o (en grado menor) al portugués. La frase típica de los padres de otros tiempos sobre que “na escuela non fai falta que estudien gallego, que ése xa o aprenden na casa” sigue siendo tópicamente incomprendida, pues no era un desprecio a su lengua tradicional, sino querer que el recurso público que es la escuela diese las mejores oportunidades a sus hijos. Monteagudo, abundando en la idea intervencionista, “actitudinal” (p. 56), defiende que el único medio que puede promover el debido conocimiento de las lenguas es la escuela, y que es necesario para revertir el estatus de las lenguas “minorizadas” (íd.; no minoritarias, lo que implicaría una concepción de nuevo más realista de los motivos por los que las lenguas se extienden o extinguen). En cambio la boyante situación del castellano permite un margen de mayor desatención del mismo en la enseñanza, ya que cualquier gallegohablante, en este caso sí, ya accede “ao seu coñecemento para poder usalo cando queira ou precise” (p. 59) de modo natural y sin necesidad de promoción artificial por parte de los poderes públicos.
Todo ello no debe hacernos olvidar un hecho incontestable en el que coincido con Monteagudo (p. 58): que las lenguas, como cualquier otro conocimiento, cuantas más se sepan, mejor. Y aunque se hacen actos de fe respecto a que la diversidad enriquece, yo más bien diría que la diversidad es la que es y punto, pero es el conocimiento lo que permite aprovechar los elementos positivos y salvar los negativos (que sí existen) de la diversidad.
Con esto termino la publicación de mi comentario a los tres artículos mencionados hace unos días.

02/12/2010

Lenguas oficiales en Galicia

Sin entrar desde luego a cuestionar el imperio de la ley, que es un rasgo de civilización, sí podemos cuestionarnos si las leyes vigentes son las óptimas.
Respecto a la oficialidad de las lenguas, es un aspecto en el que se entra en mi opinión demasiado a menudo en la vida privada de las personas. La formulación de la Constitución Española (Art. 3.1.: “El castellano es la lengua española oficial del Estado. Todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho a usarla”) es suficientemente abierta como para que el motivo de que se disponga un deber respecto al español pueda ser interpretado en sentidos diversos: desde el más liberal porque ayuda a mantener las oportunidades que el castellano ofrece a los ciudadanos españoles dentro de la nación que formamos, hasta el nacionalista en que sea para preservar la identidad colectiva de los españoles.
El Estatuto de Autonomía dice poco sobre la lengua, pero basta para introducir matices que no toman la opción liberal sino la intervencionista, siendo además asimétrico a favor del uso del gallego (Art. 5.1.: “A lingua propia de Galicia é o galego”; art. 5.3.: “Os poderes públicos de Galicia […] potenciarán o emprego do galego en tódolos planos da vida pública, cultural e informativa”).
Dos años tardó en desarollarse el espíritu subyacente a ese artículo lingüístico del Estatuto en una “Lei de normalización” que desde su mismo título desconsidera las libertades individuales y en su preámbulo despliega una pirotecnia sobre identidades colectivas, elevación del gallego a elemento clave para su preservación e ignorancia deliberada de que los mecanismos por los que las lenguas pierden hablantes son básicamente internos de éstos.
En ninguno de estos textos legales, que he comentado en su orden jerárquico, se defiende la única política lingüística que considero aceptable (descrita en la entrada anterior), que intentaría hacer una defensa no de la normalización de ninguna lengua sino de la normalidad (libertad) lingüística respecto a cualesquiera que existan en la sociedad a la que afecte dicha legislación.