Nota previa: la presente entrada es mi tarea de
cierre para el curso “Estratexias
para unha escola inclusiva e a atención á diversidade”, organizado por el CFR de Pontevedra en septiembre de 2018.
Voy a describir un conflicto que
surge en la praxis de la inclusión en el centro educativo. Llamaré la atención
sobre dos tendencias que, aun trabajando ambas en pro de la inclusión, en la
práctica se contraponen.
1) El esquema bien sabido y
repetido por los más implicados en la inclusión nos recuerda las fases del
proceso:
- exclusión (de discapacitados varios del derecho a
la educación y el sistema educativo);
- segregación (de los discapacitados en centros
especiales);
- integración (de aulas/zonas/entornos de
discapacitados en los ordinarios);
- inclusión (total indiferenciación entre los alumnos
discapacitados y los demás).
El objeto de esta insistencia de
dichos profesionales o voluntarios implicados es dejar clara la necesidad de
transición entre las dos últimas fases, que debe completarse en nuestro tiempo.
Y el criterio del mismo es la preponderancia de la socialización dentro de las
actividades educativas y su utilidad como vehículo de aprendizaje.
2) La contraposición no surge en
la inclusión en los espacios comunes de los centros educativos, sino cuando nos
fijamos en el espacio físico destinado específicamente al aprendizaje, que es
el aula. Dentro de la atención a la diversidad, medidas habituales son el
agrupamiento de alumnos en aulas pequeñas, la separación de alumnos a los que
se dan clases de apoyo o los refuerzos con exención de otras materias, también
separando a alumnos del grupo principal.
Tenemos por tanto que, en aras de
la atención a la diversidad de alumnos con dificultades educativas, hay por un
lado una tendencia a la inclusión en el mismo espacio y por otro la separación
en espacios diferentes.
Y el criterio por el cual un
alumno caerá en un lado u otro es curioso: si es un alumno sólo con
dificultades, se le separa; si es discapacitado, se le debe incluir.
Ésa es la contradicción: si
abstraemos la mera variable del nivel de dificultad específica de aprendizaje
de unos y otros, podemos acabar por encontrarnos con que los que tienen más
dificultades se mantienen en el aula; los que menos, se separan, y los que no
tienen ninguna, vuelven a estar todos juntos (porque de hecho definen lo que es
el grupo ordinario).
Entonces, ¿la dificultad debe
implicar separación o no? Hay pros y contras, precisamente según tengamos en
cuenta el mencionado criterio de la utilidad de la socialización en el aula.
Si la socialización fuera criterio
supremo, no habría duda: todos juntos en todos los espacios, aula incluida. Empero
se mantiene la resistencia, por parte de los docentes que desean transmitir su
materia, o del sentido común general, de conservar el aula como espacio en el
que la transmisión de conocimientos, valores y otras ideas es más practicada
(lo cual no quiere decir que en general se considere el aprendizaje como la
primera tarea dentro del aula).
Por tanto, la socialización aún
no es suprema. Entonces sólo se resuelve la contradicción bajo el concepto de
que a unos alumnos la socialización les
dificulta el aprendizaje, y les viene mejor la separación, y a otros se lo facilita, para lo cual
es mejor no separarlos.
Pero en este punto podemos ir más
al detalle: ¿en qué sentido es perjudicial o beneficiosa para unos u otros la
separación? Voy a entrar en ello diseccionando un ejemplo polémico: la
separación en aulas por sexos. Sectores más conservadores de la comunidad
educativa lo defienden; los más progresistas, obviamente, lo denuestan. El
origen de la idea entre los primeros podría estar en la tradición; pero el
argumento con que la sostienen es de eficacia didáctica: evitar distracciones
propias de la efervescencia hormonal adolescente, de fijarse en miembros del
sexo opuesto. Eso encierra una paradoja horrorosa, que debería hacer
insoportable la existencia (entiéndase el sarcasmo) para los segregadores según
sexo: ¿dónde metemos a los homosexuales? Si con los de su sexo, se distraerían
ellos; si con los del contrario, los demás. Lo que, usando la cabeza y
volviendo a la seriedad, se resuelve del modo siguiente: quizá a algunos sí les
distraiga la presencia de miembros del sexo deseado, y a otros no. Es decir, la
separación tendría que evaluaríse individualmente, dependiendo de la psicología
de cada alumno.
Y ahí llegamos al nudo del
asunto. Lo repito: “la separación se
evaluaría individualmente, dependiendo de la psicología de cada alumno”. No
dependiendo de lo que tenga en en bajo vientre, criterio sexista que es el
usado burdamente (por lo que hemos dicho de la homosexualidad para empezar)
para efectuar la separación entre unos y otros. Expuesto a la luz de las
necesidades, el criterio sexista pierde todo sentido, como lo pierde el de separar
a los alumnos afectados por uno u otro síndrome con implicaciones psicológicas,
como ha expresado el relator J.M. Carballa en relación al síndrome de Down.
Un sistema educativo realmente flexible
(y por ello eficiente) pasa por atender a ese ideal tantas veces mencionado: la
atención a la diversidad. Voy a opinar lo siguiente: que la atención a la
diversidad se logrará de manera plena cuando su espíritu sea no el de medidas
especiales respecto al tren común de un desarrollo curricular, sino el planteamiento
por defecto. Es decir, que la psicología de cada alumno sea considerada
individualmente.
Por ello:
- Si una mayoría de alumnos están en un grupo común mayoritario que permite llevarlos a todos juntos en el camino del aprendizaje, sea.
- Si unos u otros tienen diferentes dificultades para aprovechar el aprendizaje de la mayoría, sean separados. Pero no por grupos estancos, sino por materias o áreas, pues bien es posible que en algunas entren dentro de la mayoría pero en otras tengan más dificultades, y esto es reconocido en la actual organización de grupos y refuerzos.
- Lo anterior se aplica no sólo a los alumnos que van más lentos, sino también a los aventajados. Diría más: en contra del temor de las tendencias que procuran la integración grupal como hecho indiscutible, el sistema debería poder respetar a los alumnos que prefieran el estudio y desempeño en solitario por sus características individuales (no por circunstancias más ajenas al aprendizaje como p.ej. la preferencia de los padres).
- Si otros, en fin, tienen dificultades de aprendizaje pero la inclusión en el aula mayoritaria le viene mejor, valga también.
En cualquier caso la separación
ha de ser no de manera gruesa de los que tienen dificultades de modo
indiferenciado, sino también por variedades; es decir, de igual manera que se
nos ha planteado durante el curso que, p.ej., no todos los alumnos con síndrome
de Down tienen idénticas dificultades, esta variabilidad debe considerarse para
todo el alumnado, y un psicólogo especialista en el aprendizaje debería estar
disponible para evaluar a cada alumno (o al menos a aquellos en que se
identifiquen singularidades) sobre el terreno, esto es, en el aula.
Para todo lo cual una serie de
medidas necesarias serían:
- “Derribar los muros de las clases”, como a menudo se dice. Es decir, trabajar no de manera estanca sino abierta, con la interdisciplinariedad propia de la vida real, con varios profesores e incluso psicólogos por sala, metodologías mixtas (proyectos, seminarios, clases magistrales según conviniere), determinar el número de alumnos por aula según conveniencia pedagógica y sin el límite de un máximo , etc.
- La creación de un cuerpo entero de psicólogos de aula para analizar a los alumnos y apoyar al profesorado encargado de la transmisión de conocimientos.
- Una organización flexible de la docencia, con horarios, calendarios y destinos que atiendan primero a las necesidades del alumnado y luego a la conveniencia de los docentes.
- Una reducción de los contenidos curriculares a lo que tenga utilidad práctica posterior, y una adecuación de la didáctica para ello.
- Una puesta en común al nivel administrativo más alto posible (autonómico, nacional, europeo, internacional) de los recursos, procedimientos… información en definitiva para una inclusión exitosa y un aprendizaje efectivo, en centros de recursos didácticos, como el “Consejo Pedagógico del Estado” que plantea el Libro Blanco de la profesión docente y su entorno escolar (J.A. Marina et al., 2015).